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A Joe le sedujo la idea y añadió que a él también le gustaría probar. Así, pues, Huck fabricó las pipas y las cargó. Los dos novicios no habían fumado nunca más que cigarros hechos de hojas secas, los cuales, además de quemar la lengua, eran tenidos por cosa poco varonil.
Tendidos, y reclinándose sobre los codos, empezaron a fumar con brio y con no mucha confianza. El humo sabía mal y carraspeaban a menudo; pero Tom dijo:
-¡Bah! ¡Es cosa fácil! Si hubiera sabido que no era más que esto hubiera aprendido mucho antes.
-Igual me pasa a mí -dijo Joe-. Esto no es nada.
-Pues mira -prosiguió Tom-. Muchas veces he visto fumar a la gente, y decía: «¡Ojalá pudiera yo fumar!»; pero nunca se me ocurrió que podría. Eso es lo que me pasaba, ¿no es verdad, Huck? ¿No me lo has oído decir?
-La mar de veces -contestó Huck.
-Una vez lo dije junto al matadero, cuando estaban todos los chicos delante. ¿Te acuerdas, Huck?
-Eso fue el día que perdí la canica blanca... No, el día antes.
-Podría estar fumando esta pipa todo el día -dijo Joe-. No me marea.
-Ni a mí tampoco -dijo Tom-; pero apuesto a que Jeff Thatcher no era capaz.
-¿Jeff Thatcher! ¡Ca! Con dos chupadas estaba rodando por el suelo. Que haga la prueba. ¡Lo que yo daría porque los chicos nos estuviesen viendo ahora!
-¡Y yo! Lo que tenéis que hacer es no decir nada, y un día, cuando estén todos juntos, me acerco y te digo: «Joe, ¿tienes tabaco? Voy a echar una pipa». Y tú dices, así como si no fuera nada: «Sí, tengo mi pipa vieja y además otra; pero el tabaco vale poco». Y yo te digo: «¡Bah!, ¡con tal de que sea fuerte...!» Y entonces sacas las pipas y las encendemos, tan frescos, y ¡habrá que verlos!
-¡Qué bien va a estar! ¡Qué lástima que no pueda ser ahora mismo, Tom!
-Y cuando nos oigan decir que aprendimos mientras estábamos pirateando, ¡lo que darían por haberlo hecho ellos también!
Así siguió la charla; pero de pronto empezó a flaquear un poco y a hacerse desarticulada. Los silencios se prolongaban y aumentaban prodigiosamente las expectoraciones. Cada poro dentro de las bocas de los muchachos se había convertido en un surtidor y apenas podían achicar bastante deprisa las lagunas que se les formaban bajo las lenguas, para impedir una inundación; frecuentes desbordamientos les bajaban por la garganta a pesar de todos sus esfuerzos, y cada vez les asaltaban repentinas náuseas.