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Procuró pasar una y otra vez por detrás de la escuela, para saciarse los ojos en el tedioso espectáculo; no podía remediarlo. Y le enloquecía ver, o creer que veía que Becky ni por un momento había llegado a sospechar que él estaba allí, en el mundo de los vivos. Pero ella veía, sin embargo; y sabía además que estaba venciendo en la contienda, y gozaba en verle sufrir como ella había sufrido. El gozoso cotorreo de Amy se hizo inaguantable. Tom dejó caer indirectas sobre cosas que tenía que hacer, cosas que no podían aguardar, y el tiempo volaba. Pero en vano: la muchacha no cerraba el pico. Tom pensaba: «¡Maldita sea! ¿Cómo me voy a librar de ella?» Al fin, las cosas que tenía que hacer no pudieron esperar más. Ella dijo cándidamente, que «andaría por allí» al acabarse la escuela. Y él se fue disparado y lleno de rencor contra ella.
-¡Cualquier otro que fuera...! -pensaba, rechinando los dientes-. ¡Cualquiera otro de todos los del pueblo, menos ese gomoso de San Luis, que presume de elegante y de aristócrata! Pero está bien. ¡Yo te zurré el primer día que pisaste este pueblo y te he de pegar otra vez! ¡Espera un poco que te pille en la calle! Te voy a coger y ..
Y realizó todos los actor y movimientos requeridos para dar una formidable somanta a un muchacho imaginario, soltando puñetazos al aire, sin olvidar los puntapiés y acogotamientos.
-¿Qué? ¿Ya tienes bastante? ¿No puedes más, eh? Pues con eso aprenderás para otra vez.
Y así el vapuleo ilusorio se acabó a su completa satisfacción.
Tom volvió a su casa a mediodía. Su conciencia no podia ya soportar por más tiempo el gozo y la gratitud de Amy, y sus celos tampoco podían soportar ya más la vista del otro dolor. Becky prosiguió la contemplación de las estampas; pero como los minutos pasaban lentamente y Tom no volvió a aparecer para someterlo a nuevos tormentor, su triunfo empezó a nublarse y ella a sentir mortal aburrimiento. Se puso seria y distraída, y después, taciturna. Dos o tres veces aguzó el oído, pero no era más que una falsa alarma. Tom no aparecía. Al fin se sentó del todo desconsolada y arrepentida de haver llevado las cosas a tal extremo. El pobre Alfredo, viendo que se le iba de entre las manos sin saber por qué, seguía exclamando: «¡Aquí hay una preciosa! ¡Mira ésta!», pero ella acabó de perder la paciencia y le dijo: «¡Vaya, no me fastidies! ¡No me gustan!»; y rompió en lágrimas, se levantó, y se fue de allí.