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Así es que el pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy dichoso, pero cuando llegaba el invierno, y no tenía ni fruta ni flores que llevar al mercado, sufría mucho por el frío y el hambre, y frecuentemente tenía que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o unas nueces duras. En invierno, además, se sentía muy solo, ya que entonces no iba nunca a verle el molinero.
-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans en lo que dure la nieve -solía decír el molinero a su mujer-, pues cuando la gente está en apuros es mejor dejarla sola y no importunarla con visitas. Esa es, al menos, la idea que yo tengo de la amistad, y estoy seguro de que tengo razón. Así es que esperaré hasta que llegue la primavera, y entonces le haré una visita, y él podrá darme una gran cesta de velloritas, y eso le hará feliz.
-Realmente, te preocupas mucho por los demás -respondió su esposa, que estaba sentada en un cómodo sillón junto a un gran fuego de leña de pino-; te preocupas mucho, verdaderamente. Es una delicia oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura mismo no sabría decir cosas tan hermosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el dedo meñique.
-Pero ¿no podríamos invitar al pequeño Hans a que viniera aquí? -preguntó el hijo menor del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros yo le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
-¡Qué chico tan tonto eres! -gritó el molinero-; realmente no sé de qué sirve mandarte a la escuela; parece que no aprendes nada. ¡Mira!, si el pequeño Hans viniera aquí y viera nuestro fuego confortable, y nuestra buena cena, y nuestro gran barril de vino tinto, puede que se volviera envidioso, y la envidia es una cosa terrible, que echaría a perder el carácter de cualquiera. Yo, ciertamente, no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans.