Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) Libros Clásicos

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Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse, y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo matemático, según el cual dos veces la circunferencia del dedo pulgar es una vez la circunferencia de la muñeca, y así para el cuello y la cintura, y con ayuda de mi camisa vieja, que extendí en el suelo ante ellas para que les sirviese de patrón, me asentaron las nuevas perfectamente. Del mismo modo se dedicaron trescientos sastres a hacerme vestidos; pero ellos recurrieron a otro expediente para tomarme medida. Me arrodillé, y pusieron una escalera de mano desde el suelo hasta mi cuello; uno subió por esta escalera y dejó caer desde el cuello de mi vestido al suelo una plomada cuya cuerda correspondía en largo al de mi casaca, pero los brazos y la cintura, me los medí yo mismo. Cuando estuvo acabado mi traje, que hubo que hacer en mi misma casa, pues en la mayor de las suyas no hubiera cabido, tenía el aspecto de uno de esos trabajos de retacitos que hacen las señoras en Inglaterra, salvo que era todo de un mismo color.
     Disponía yo de trescientos cocineros para que me aderezasen los manjares, alojados en pequeñas barracas convenientemente edificadas alrededor de mi casa, donde vivían con sus familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía con la mano veinte camareros y los colocaba sobre la mesa, y un centenar más me servían abajo en el suelo, unos llevando platos de comida y otros barriles de vino y diferentes licores, cargados al hombro, todo lo cual subían los camareros de arriba, cuando yo lo necesitaba, en modo muy ingenioso, valiéndose de unas cuerdas, como nosotros subimos el cubo de un pozo en Europa.

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