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Por fin tomé una resolución que es probable que me valga algunas censuras, y no injustamente, pues confieso que debo el conservar mis ojos, y por lo tanto mi libertad, a mi grande temeridad y falta de experiencia; porque si yo hubiese conocido entonces la naturaleza de los príncipes y los ministros como luego la he observado en otras muchas cortes, y sus sistemas de tratar a criminales menos peligrosos que yo, me hubiera sometido a pena tan suave con gran alegría y diligencia. Pero empujado por la precipitación de la juventud y disponiendo del permiso de Su Majestad Imperial para rendir homenaje al emperador de Blefuscu, aproveché esta oportunidad antes de que transcurriesen los tres días para enviar una carta a mi amigo el secretario comunicándole mi resolución de partir aquella misma mañana para Blefuscu, ateniéndome a la licencia que había recibido; y sin aguardar respuesta, marché a la parte de la isla donde estaba nuestra flota. Cogí un gran buque de guerra, até un cable a la proa, y después de levar anclas me desnudé, puse mis ropas -juntas con mi colcha, que me había llevado bajo el brazo- en el buque, y, tirando de él, ya vadeando, ya nadando, llegué al puerto de Blefuscu, donde las gentes llevaban esperándome largo tiempo.
Me enviaron dos guías para que me encaminasen a la capital que lleva el mismo nombre. Los llevé en las manos hasta que llegué a doscientas yardas de las puertas y les rogué que comunicasen mi llegada a uno de los secretarios y le hiciesen saber que esperaba allí las órdenes de Su Majestad. Al cabo de una hora obtuve respuesta de que Su Majestad, acompañado de la familia real y de los magnates de la corte, salía a recibirme. Avancé cien yardas. El emperador y su comitiva se apearon de sus caballos, la emperatriz y las damas de sus coches, y no advertí en ellos temor ni inquietud alguna. Me acosté en el suelo para besar la mano de Su Majestad y de la emperatriz. Dije a Su Majestad que había ido en cumplimiento de mi promesa y con permiso del emperador, mi dueño, a tener el honor de ver a un monarca tan poderoso y de ofrecerle cualquier servicio de que yo fuese capaz y se aviniese con mis deberes hacia mi propio príncipe, no diciendo una palabra acerca de la desgracia en que había caído, puesto que a la sazón no tenía yo informes ofíciales de ella y podía fingirme por completo ignorante de tal designio.