Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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sía. Por más que el perro de guarda los llama desde
el fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebo-
sando de agua fresca, les hace señas, ellos no quie-
ren ver ni oír nada, antes de que el ganado esté
recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con
postigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala
baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y
allí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a

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sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo
alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lo-
bos y grandes digitales purpúreas llenas de rocío
hasta el borde de sus Corolas.

C A R T A S D E M I M O L I N O

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LA DILIGENCIA DE BEAUCAIRE

Era el día de mi llegada aquí. Había tomado la
diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja que
no tiene que recorrer mucho camino para volverse a
casa, pero que se pasea despacio a todo lo largo de
la carretera para darse pisto, por la noche, de que
viene de muy lejos. Ibamos cinco en la baca, sin
contar el conductor.
En primer término un guarda de Camargue,
hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo a
montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y
con aretes de plata en las orejas, después dos bo-
quereuses, un panadero y su yerno, ambos muy ro-
jos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles,
dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Por
último, en la delantera y junto al conductor, un

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hombre... no, un gorro, un enorme gorro de piel de
conejo, quien no decía cosa mayor y miraba el ca-
mino con aspecto de tristeza.
Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y ha-
blaban de sus asuntos en voz alta, con mucha liber-
tad. El camargués contaba que volvía de Nimes,

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