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-¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene?
¿Está contento?
Y patatín, y patatán. Así durante dos horas.
Respondí lo mejor que pude a todas las pre-
guntas, diciendo acerca de mi amigo los detalles de
que era sabedor, inventando descaradamente los
que no sabía, y guardándome sobre todo, de confe-
sar que nunca había reparado en si cerraban bien
sus ventanas, o de qué color era el papel de su
cuarto.
-¡El papel de su cuarto! Es azul, señora, azul
claro con guirnaldas.
-¿Verdad? -exclamaba enternecida, la pobre
vieja.
Y dirigiéndose a su marido, añadía:
-¡Es tan buen muchacho!...
C A R T A S D E M I M O L I N O
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-Oh, sí, es un buen muchacho -repetía el otro
con entusiasmo.
Y todo el tiempo que yo hablaba había entre
ellos meneos de cabeza, sonrisitas maliciosas, gui-
ños de ojos, aires de valor entendido. O bien, el
viejo que se me acercaba para decirme:
-Hable usted más fuerte. Es un poco dura de
oído.
Y ella por su parte:
-Un poco más alto, se lo ruego. Es un poco te-
niente.
Entonces alzaba yo la voz, y ambos me daban
las gracias con una sonrisa, y entre esas marchitas
sonrisas con que se inclinaban hacia mí, buscando
en el fondo de mis ojos la imagen de su Mauricio,
conmovíame el hallar yo mismo aquella imagen, va-
ga, velada, casi imperceptible, cual si viese a mi ami-
go sonreírseme, muy lejos, entre una bruma.
De pronto se endereza el viejo en el sillón.
-¿A que no sabes en qué estoy pensando, Ma-
mette? ¡Quizá no habrá almorzado!
Y Mamette, trastornada, alzando los ojos al
Cielo:
-¡ Sin almorzar! ¡Santo Dios!
A L F O N S O D A U D E T
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Creí que aun se trataría de Mauricio, é iba a res-
ponder que ese buen, muchacho nunca se retrasaba
más del mediodía para ponerse a la mesa. Pero no,
era de mí de quien se hablaba. Y eran de ver las idas
y venidas cuando confesé que aun estaba yo en ayu-