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café en una fina huevera de filigrana. Entro; nadie se
mueve... Desde su sitio, Sid’Omar envía a mi en-
cuentro su más encantadora sonrisa, y me invita con
la mano a sentarme cerca de él, en un gran almoha-
dón de seda amarilla; después, con un dedo en los
labios, me hace señas de que escuche.
C A R T A S D E M I M O L I N O
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He aquí el caso. El caid de los Beni-Zugzugs
tuvo algunas cuestiones con un judío de Milianah
con motivo de un lote de terreno; las dos partes
convinieron en llevar el litigio ante Sid’Omar y re-
mitirse a su fallo. Citáronse para el mismo día, así
como a los testigos; de pronto, el judío cambia de
parecer y viene solo, sin testigos, a declarar que pre-
fiere someterse al fallo del juez de paz de los france-
ses que al de Sid’Omar... En esto estaba el asunto a
mi llegada.
El judío, un viejo de barba terrosa, túnica de
color castaño y gorro de terciopelo, levanta al cielo
la cara, pone ojos suplicantes, besa las babuchas de
Sid’Omar, inclina la cabeza, se arrodilla, junta las
manos... No comprendo el árabe; pero por la pan-
tomima del judío, por sus palabras juez de paz, juez de
paz, que repite a cada instante, adivino este discurso:
-No dudamos de Sid’Omar, Sid’Omar es pru-
dente, Sid’Omar es justo... Sin embargo, el juez de
paz resolverá mucho mejor nuestro asunto.
El indignado auditorio permanece impasible,
como árabe que es... Sid’Omar, dios de la ironía,
sonriese al escuchar, reclinado en su almohadón,
con la mirada abstraída y la boquilla de ámbar entre
sus labios. De repente, en lo mejor de su perorata, el
A L F O N S O D A U D E T
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judío se ve cortado por un enérgico ¡caramba! que
lo deja mudo; al mismo tiempo, un colono español,
que está presente como testigo del caid, abandona
su puesto, y acercándose al Iscariote le suelta una
rociada de insultos en todos los idiomas y de todos