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las alas. Una suave brisa canta entro los árboles...
Hacia el oriente, sobre la aguda cresta de los Alpi-
lles, amontónase un polvo de oro, de donde, sale el
sol con lentitud... El primer rayo roza ya la techum-
bre del molino. En el mismo instante, el invisible
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tambor se pone a redoblar en el campo bajo la espe-
sura... ¡Rataplán, rataplán!...
¡Llévese el domonio la piel de asno! Ya lo había
olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el salvaje que
viene a saludar a la aurora en el fondo de los bos-
ques con un tambor?... Por más que miro, no veo a
nadie... nada más que las matas de alhucema y los
pinos que Se despeñan cuesta abajo hasta el cami-
no... Tal vez hay en la espesura algún duende oculto,
resuelto a burlarse de mí... Sin duda, es Ariel o mae-
se Puck. El pícaro se habrá dicho, pasar por delante
de mi molino:
-Ese parisiense está demasiado tranquilo ahí
dentro; vamos a darle la alborada.
Tras de lo cual habrá echado mano a un bombo,
y... ¡rataplán!.. ¡rataplán!...
-¿Te quieres callar, tuno de Puck?, Vas a des-
pertarme a las cigarras.
No era Puck.
Era Gouguet François, de apodo Pistolete, tam-
bor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con
licencia semestral. Pistolete se aburre en el país,
siente nostalgias, y cuando le hacen el favor de
prestarle el instrumento del cabildo municipal, se
A L F O N S O D A U D E T
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marcha melancólico a tocar el tambor en los bos-
ques, soñando con el cuartel del príncipe Eugenio.
Hoy ha venido a soñar a mi verde colinita...
Allí está de pie contra un pino, con el tambor
entre las piernas, tocando si Dios tiene qué... Bandas
de perdigones despavoridos corren a sus pies sin
que lo note. Las hierbas aromáticas embalsaman el
aire en torno suyo, sin que él las huela.
Tampoco ve las finas telarañas que tiemblan al