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temor, hubiera renunciado a ver a Lucía en aquel momento y
aplazado su visita para el día siguiente, si no hubiera tenido
que salir de Turín aquella tarde. Por otra parte, ¿se habría
marchado su abuelo al día siguiente?
Y si no se había marchado, ¿no corría también el riesgo
de encontrarle?
Por otra parte, el joven no se disimulaba los peligros que
corría prolongando su estancia en Turín. Esta ciudad estaba
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llena de franceses, algunos de los cuales le habían visto segu-
ramente en otro tiempo en Versalles y después en los bancos
de la Convención. Podía, pues, ser reconocido, delatado al
gobierno piamontés y arrestado. ¡Qué orgullo fundaría sobre
su prisión este gobierno! ¡Con qué gozo sabrían la noticia los
realistas! ¡Cómo se reirían los hermanos y amigos de París y
de qué burlas harían objeto al miembro de la Convención
que se hubiera dejado coger tontamente por los satélites del
tirano sardo!
Esta consideración pudo más que todas las otras y le
convenció de la necesidad de ver inmediatamente a Lucía, so
pena de dejar Turín sin haber podido cambiar una palabra
con ella. No necesitó mucho tiempo para llegar a esta conclu-
sión, pues las reflexiones que acababan de ser analizadas se
habían sucedido en su mente con la rapidez que supone la
inminencia de un peligro. Sin embargo, su turbación era de-
masiado manifiesta para que el joven pudiera disimularla. El
portero le había observado y su actitud demostraba que no le
engañaban los esfuerzos que hacía Dalassene para ocultárse-
la.
En tono casi burlón, le preguntó:
-¿Sigue usted queriendo que vaya a anunciarle a la seño-
ra Condesa?
-Quiero más que nunca -respondió Dalassene a quien
esta pregunta devolvió todo su aplomo.
-Déme usted, entonces, su nombre.
-Es inútil. Anuncie usted un mensajero que llega de
Francia para un asunto urgente. Trate tan sólo de no hablar
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delante del anciano, y yo sabré agradecer la habilidad y la dis-