Página 21 de 70
-Será como lo de Shangai -decía Costecalde sonriendo.
Y el dicho del armero hizo furor en la ciudad, pues ya nadie creía en Tartarín.
Pero los más implacables eran los sencillos, los mandrias, personas como Bezuquet, que hubieran echado a correr por miedo a una pulga y que no podían tirar un tiro sin cerrar los ojos. En la explanada o en el casino, se acercaban al pobre Tartarín, preguntándole en son de guasa:
-¿Cuándo?... ¿Cuándo es la marcha?
En la tienda de Costecalde había perdido todo su crédito. Los cazadores de gorras renegaban de su jefe.
Luego empezaron los epigramas. El presidente Ladeveze, que en sus horas de ocio solía hacer la corte a la musa provenzal, compuso, en la lengua de la tierra, una canción que tuvo éxito. Trataba de cierto gran cazador, llamado maese Gervasio, cuya terrible escopeta había de exterminar hasta el último león de África. Por desgracia, aquella malhadada escopeta era de complexión singular: siempre la estaban cargando y el tiro nunca salía.
¡Nunca salía! ¿Se ve bien la alusión?
En un momento se hizo popular la canción, y cuando pasaba Tartarin, los faquines en el muelle y los limpiabotas delante de su puerta, cantaban a coro:
La escopeta de Gervasio
la cargaban noche y día;
siempre la estaban cargando
y el tiro nunca salía.
Sino que lo cantaban de lejos por aquello de los "músculos dobles". ¡Oh fragilidad de los entusiasmos de Tarascón!...
El hombre ilustre hacía como si no viese ni oyese nada; pero, en el fondo, aquella guerra mezquina, sorda y envenenada le afligía mucho. Sentía que Tarascón se le escapaba de las manos, que el favor popular pasaba a otras, y aquello le hacía sufrir horriblemente.
¡Ah! ¡Qué buena es la escudilla grande de la popularidad cuando uno la tiene delante; pero cómo escalda cuando se vierte!...
Mas, a pesar de su aflicción, Tartarín sonreía y llevaba apaciblemente la misma vida, como si nada ocurriese.
Sin embargo, aquella máscara de alegre indiferencia, que por arrogancia se había puesto en la cara, se le caía de pronto algunas veces. Y entonces, en lugar de la risa, veíase la indignación y el dolor...
Por eso, una mañana en que los menudos limpiabotas cantaban bajo sus ventanas:
La escopeta de Gervasio
las voces de aquellos miserables llegaron hasta el cuarto del pobre hombre en el momento en que estaba delante del espejo, afeitándose.