Tartarín de Tarascón (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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Pabellones de todos los países: rusos, griegos, suecos, tunecinos, americanos... Los buques al ras del muelle, los bauprés en la orilla, como hileras de bayonetas. Por debajo, las náyades, diosas, vírgenes y otras esculturas de madera pintada, que dan nombre a las naves; todo aquello comido por el agua del mar, devorado, chorreando, mohoso... De trecho en trecho, entre los barcos, pedazos de mar, como grandes cambiantes manchados de aceite... Entre aquel enredijo de vergas, nubes de gaviotas que ponían preciosas manchas en el cielo azul, y grumetes que se llamaban unos a otros en todas las lenguas.
   En el muelle, entre arroyuelos procedentes de las jabonerías, verdes, espesos, negruzcos, cargados de aceite y de sosa, todo un pueblo de aduaneros, comisionistas y cargadores con sus bogheys, tirados por caballitos corsos.
   Almacenes de caprichosas ropas hechas; barracas ahumadas, donde los marineros se hacían la comida; vendedores de pipas, vendedores de monos, papagayos, cuerdas, tela para velas; baratillos fantásticos en los que se ostentaban, en confuso revoltijo, viejas culebrinas, grandes linternas doradas, grúas de desecho, áncoras desdentadas, cuerdas, poleas, bocinas, catalejos, todo del tiempo de Juan Bart y de Duguay-Trouin. Vendedoras de almejas y mejillones, en cuclillas y chillando al lado de sus mariscos. Marineros pasando con tarros de alquitrán, marmitas humeantes o grandes cenachos llenos de pulpos, que llevaban a lavar en el agua blanquecina de las fuentes.
   Por todas partes un prodigioso hacinamiento de mercancías de todas clases: sedas, minerales, carritos de madera, salmones de plomo, paños, azúcar, algarrobas, colza, regaliz, caña de azúcar... El Oriente y el Occidente revueltos. Grandes montones de quesos de Holanda, que las genovesas teñían de rojo con las manos.
   Más allá, el muelle del trigo; mozos descargando sacos en la orilla, de lo alto de grandes andamiadas. El trigo, torrente de oro, se vertía entre una humareda rubia. Hombres con fez rojo, cribándolo en grandes cedazos de piel de burro y cargándolo en carros que se alejaban seguidos de un regimiento de mujeres y chicos con escobillas y cestas de mimbres... Más lejos, el dique de carenar; barcos tendidos de costado y chamuscándolos con malezas para quitarles las hierbas marinas, hundidas las vergas en el agua; olor de resma, ruido ensordecedor de carpinteros que forraban el casco de los navíos con grandes planchas de cobre...
   A veces, entre los mástiles, un claro. Entonces Tartarín veía por él la entrada del puerto, el ir y venir de barcos, una fragata inglesa que salía para Malta, rozagante y bien lavada, con oficiales de guante amarillo, o bien un alto bergantín marsellés, desatracando en medio de gritos y juramentos, y a popa un capitán gordo, de levita y sombrero de seda, que mandaba la maniobra en provenzal.

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