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Al discreto resplandor de las estrellas, su sombra, agrandada, se extendía por el suelo en todos sentidos. A la derecha, la masa confusa y pesada de una montaña, ¡ el Atlas ....... A la izquierda, el mar invisible, que rugía sordamente... Albergue tentador para las fieras...
Con una escopeta delante y otra en la mano, Tartarín de Tarascón hincó una rodilla en tierra y esperó... Esperó una hora, dos horas... ¡Nada!
Entonces recordó que, en sus libros, los grandes cazadores de leones nunca salían de caza sin llevar algún corderillo; lo ataban a pocos pasos delante y le hacían balar, tirándole de la pata con una cuerda. Y como él no tenía corderillo, se le ocurrió imitarlo y se puso a balar con voz temblorosa: "¡Be!... ¡Be!..
Primero suavemente, porque en el fondo del alma tenía una pizca de miedo de que el león le oyese...; pero viendo que no venía, baló más fuerte: "¡Be!... ¡Be!..." ¡Tampoco!... Impaciente, repitió a más y mejor, varias veces seguidas: "¡Be!... ¡Be!... ¡Be!.. .", con tal fuerza, que aquel corderillo acabó por parecer un buey...
De pronto, a pocos, pasos delante de él, cayó algo negro y gigantesco... El permaneció callado. Aquello se bajaba, olfateaba el suelo, saltaba, daba vueltas, arrancaba al galope; después, volvía y se paraba en seco... Era el león, no cabía duda... Ya se le veían muy bien las cuatro patas cortas, la cerviz formidable y dos ojos, dos ojazos que brillaban en la sombra. ¡Apunten! ¡Fuego! ¡Pim! ¡Pam!... Se acabó. Inmediatamente, un salto atrás y el cuchillo de caza en la mano.
Un aullido horrible respondió al disparo del tarasconés.
"¡Ya ha caído!", gritó el buen Tartarin, y, agachado sobre sus fuertes piernas, preparóse, a recibir a la fiera; pero ésta había recibido más de lo justo y huyó al galope chillando... No obstante, el héroe no se movió. Esperaba a la hembra..., como decían sus libros.
Pero, desgraciadamente, la hembra no apareció. Al cabo de dos o tres horas de espera, el tarasconés se cansó. La tierra estaba húmeda, la noche iba refrescando y el airecillo del mar picaba.
"¡Si echara un sueñecito hasta que llegue el día!", se dijo, y para evitar un reuma, recurrió a la tienda de campaña... Pero ¡demonio de tienda! Era de un sistema tan ingenioso, tan ingenioso, que no pudo conseguir abrirla.
En vano estuvo más de una hora rompiéndose los cascos y sudando; la condenada tienda no se abría.