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.. ¡Gracias!..." Después, la última convulsión le agitó desde la cabeza al rabo y se quedó sin movimiento.
-¡Negrillo! ¡Negrillo! -gritó de pronto una voz estrangulada por la angustia, al mismo tiempo que se movían las ramas de unas matas próximas...
Tartarín apenas tuvo tiempo para levantarse y ponerse en guardia... ¡Era la hembra!...
La hembra, que llegaba, terrible y rugiente, bajo la apariencia de una vieja alsaciana con marmota, blandiendo un gran paraguas rojo, muy grande, y reclamando su borriquillo a todos los ecos de Mustafá. Más le hubiera valido, por cierto, a Tartarín habérselas con una leona furiosa que con aquella mala vieja... En vano procuró el desventurado darle a entender cómo había acaecido el suceso: que había tomado a Negrillo por un león... La vieja creyó que quería burlarse de ella, y lanzando enérgicos juramentos, cayó sobre el héroe a paraguazos. Tartarín, algo confuso, se defendió como pudo, parando los golpes con la carabina. El hombre sudaba, resoplaba, saltaba, gritando:
-Pero ¡señora..., señora!...
Como si no. La señora estaba sorda, y bien lo demostraba su vigor.
Felizmente, un tercer personaje apareció en el campo de batalla. El marido de la alsaciana, alsaciano también y tabernero, y además muy ducho en cuentas. Cuando se enteró con quién tenía que habérselas y que el asesino sólo pensaba en pagar el precio de la víctima, desarmó a su esposa y se entendieron.
Tartarín dio 200 francos; diez podría valer el asno, que es el precio corriente de los burriquots en los mercados árabes. Después enterraron al pobre Negrillo al pie de una higuera, y el alsaciano, que cobró buen humor al ver el color de los duros tarasconeses, invitó al héroe a tomar un bocado en su taberna, que se encontraba a pocos pasos de allí, a un lado de la carretera.
Los cazadores argelinos almorzaban allí todos los domingos, porque aquel llano era abundante en caza, y a dos leguas alrededor de la ciudad no había mejor sitio para los conejos.
-¿Y los leones? -preguntó Tartarín.
El alsaciano le miró lleno de asombro.
-¿Los leones?
-Sí..., los leones... ¿Se ven por aquí alguna vez?
-volvió a preguntar el pobre hombre con un poco menos de seguridad.
El tabernero se echó a reír.
-¡Dios nos libre!... Aquí no queremos leones... ¿Qué haríamos con ellos?