El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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-Pero, ¿cuándo usted se casó con Dixmer, él no estaba al frente de esta fábrica?
-No; vivíamos en Blois. Después del 10 de agosto, el señor Dixmer compró esta casa y los talleres anejos; para que yo no estuviera mezclada con los obreros y ahorrarme a la vista cosas que hubieran podido herir mis costumbres, me cedió este pabellón donde vivo sola, según mis gustos y deseos, y feliz cuando un amigo como usted viene a distraer o compartir mis ensueños.
Y Geneviève tendió a Maurice una mano que éste besó ardorosamente. La joven enrojeció ligeramente y Maurice dijo:
-No me ha contado cómo Morand se convirtió en socio de Dixmer.
-¡Oh! es muy simple. El señor Dixmer tenía algún dinero, pero no el suficiente para montar él solo una fábrica de la importancia de ésta. El hijo del señor Morand ha puesto la mitad del capital y, como tiene conocimientos de química, se ha entregado a la explotación con la actividad que usted ha observado, gracias a la cual, el comercio del señor Dixmer ha tomado gran extensión.
-¿El señor Morand es uno de sus buenos amigos, no?
-El señor Morand es una naturaleza noble, uno de los corazones más magnánimos que hay bajo el cielo.
Maurice le preguntó si Morand era joven, y ella le contestó que tenía treinta y cinco años y ambos se conocían desde la infancia.
Maurice se mordió los labios, siempre había sospechado que Morand amaba a Geneviève.
-¡Ah! Eso explica su familiaridad con usted.
-Mantenida en los límites que usted ha visto siempre. Me parece que esta familiaridad, que apenas es la de un amigo, no necesita explicación.
-Perdón. Usted sabe que todos los afectos sinceros engendran celos; y mi amistad estaba celosa de la que usted parece profesar al señor Morand.
Callaron los dos y ese día no se volvió a hablar de Morand. Cuando Maurice se marchó, lo hizo más enamorado que nunca, porque estaba celoso.
Aunque el joven estaba ciego, reconoció que en el relato de Geneviève había muchas lagunas, vacilaciones y reticencias a las que no había prestado atención de momento, pero que le volvían al espíritu y le atormentaban. Contra ellas, nada podían la libertad en que le dejaba Dixmer para charlar con Geneviève, ni la soledad en que los dos se encontraban cada tarde.

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