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Podríamos seguir citando las iniciales de un buen número de personas reunidas en aquel salón, y no poco sorprendid as de encontrarse juntas; pero tememos cansar al lector.
Digamos solamente que todo el mundo estaba de una alegría loca, y que muchas de las que se encontraban alli habían conocido a la muerta, pero no parecían acordarse de ello.
Reían a carcajadas; los tasadores gritaban hasta desgañitarse; los comerciantes, que habían invadido los bancos colocados ante las mesas de subastar, en vano intentaban imponer silencio para hacer sus negocios con tranquilidad. Nunca bubo reunión tan variada y ruidosa como aquélla.
Me deslicé humildemente en medio de aquel tumulto, que me resultaba entristecedor al pensar que tenía lugar al lado de la habitación donde había expirado la pobre criatura cuyos muebles se subastaban para pagar las deudas. Yo, que había ido para observar más que para comprar, miraba la cara de los proveedores que organizaban la subasta, y veía cómo sus facciones se ponían radiantes cada vez que un objeto alcanzaba un precio que no habían esperado.
Gente honrada, que había especulado con la prostitución de aquella mujer, que había ganado un cien por cien con ella, que había perseguido con papeles timbrados los últimos momentos de su vidá, y que tras su muerte venía a recoger los frutos de sus honorables cálculos a la vez que los intereses de su vergonzoso crédito.
¡Cuánta razón llevaban los antiguos, que tenían un solo y mismo Dios para los mercaderes y para los ladrones !
Vestidos, cachemiras, joyas se vendían con una rapidez increíble. Nada de todo aquello me convenía, y seguí esperando.
De pronto oí gritar:
Un volumen, perfectamente encuadernado, con cantos dorados, titulado Manors Leccaut . Hay algo escrito en la primera página. Diez francos.
Doce ––dijo una voz tras un silencio bastante largo.
Quince ––,dije yo.
¿Por qué? No ––podría decirlo. Sin duda por aquel algo escrito.
––Quince–– repitió el tasador.
––Treinta ––dijo el primer postor en un torso que parecía desafiar a que se siguiera pujando.
Aquello se estaba convirtiendo en una lucha.
––¡Treinta y cinco! ––grité entonces en el mismo tono.
––Cuarenta.
––Cincuenta. .
––Sesenta.
––Cien.
Confieso que, si hubiera querido causar sensación, lo había conseguido plenamente, pues tras aquella
puja se hizo un gran silencio, y me miraron para saber quién era el hombre que parecía tan resuelto a poseer aquel volumen.