La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Marguerite, en efecto, según supe por ciertos amigos que conocían las últimas circunstancias de su vida, no llegó a ver un auténtico consuelo sentado a su cabecera durante los dos meses que duró su lenta y dolorosa agonía.
De Manon y Marguerite mi pensamiento se dirigió luego hacia las que yo conocía y que veía encaminarse cantando hacia una muerte casi siempre invariable.
¡Pobres criaturas! Si amarlas es un error, lo menos que podemos hacer es compadecerlas. Compadecemos al ciego que nunca ha visto la luz del día, al sordo que nunca ha oído los acordes de la naturaleza, al mudo que nunca ha podido expresar la voz de su alma, y, so pretexto de un falso pudor, no queremos compadecer esa ceguera del corazón, esa sordera del alma, esa mudez de la conciencia, que enloquecen a la desgraciada afligida y sin querer la hacen incapaz de ver el bien, de oír al Señor y de hablar la lengua pura del amor y de la fe.
Hugo ha escrito Marion de Lorme, Musset ha es crito Bernerette, Alexandre Dumas ha escrito Fernande, los pensadores y poetas de todos los tiempos han presentado a la cortesana la ofrenda de su misericordia, y alguna vez un gran hombre las ha rehabilitado con su amor a incluso con su nombre. Si insisto tanto en este punto, es porque quizá muchos de los que van a leerme ya están dispuestos a rechazar este libro, por temor a no ver en él más que una apología del vicio y de la prostitución, y sin duda la edad del autor no contribuye mucho a disipar ese temor. Que los que piensen así se desengañen, y sigan leyendo, si ningún otro temor los detenía.
Estoy sencillamente convencido de un principio, y es éste: para la mujer que por su educación no ha aprendido el bien, Dios abre casi siempre dos senderos que la hacen volver a él; esos senderos son el dolor y el amor. Son diflciles; las que se deciden acaban con los pies ensangrentados y las manos desgarradas, pero al mismo tiempo dejan en las zarzas del camino los aderezos del vicio, y llegan a término con esa desnudez que no causa vergüenza ante el Señor.
Los que se encuentran con estas intrépidas viajeras deben apoyarlas, y decirles a todos que se han encontrado con ellas, pues al publicarlo indican el camino.

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