La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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––Sí.
––Es que estoy completamente seguro de que todavía no ha vueltó; si no, ya lo habría visto por aquí.
––¿Entonces está usted convencido de que no ha olvidado a Marguerite?
––No sólo estoy convencido, sino que apostaría que su deseo de cambiarla de tumba no es más que el deseo de volver a verla.
––¿Cómo así?
––Las primeras palabras que me dijo al venir al cementerio fueron: «¿Qué podría hacer para volver a verla?» Eso no puede hacerse más que cambiándola de tumba, y ya le informé de todos los requisitos que cumplir para obtener el cambio, pues ya sabe usted que para trasladar un muerto de una tumba a otra es preciso identificarlo, y sólo la familia puede autorizar esa operación, que debe realizarse en presencia de un comisario de policía. Precisamente para conseguir esa autorización ha ido el señor Duval a ver a la hermana de la señorita Gautier, y su primera visita será evidentemente para nosotros.
Habíamos llegado a la puerta del cementerio; di las gracias una vez más al jardinero poniéndole unas
monedas en la mano, y me dirigí a la dirección que me había dado.
Armand no había vuelto.
Dejé una nota en su casa, rogándole que viniera a verme en cuanto llegara, o que me dijera dónde podría encontrarlo.
Al día siguiente por la mañana recibí una carta de Duval, en la que me comunicaba su regreso y me rogaba que pasara por su casa, añadiendo que estaba agotado de cansancio y le era imposible salir.
VI
Encontré a Armand en la cama .
Al verme me tendió su mano ardiente.
––Tiene usted fiebre ––le dije.
––No será nada; el cansancio de un yiaje rápido, eso es todo. ––tHa ido usted a ver a la hermana de Marguerite?
––Sí, ¿quién se lo ha dicho?
––Me he enterado. ¿Y ha conseguido usted lo que querja?
––También, pero ¿quién le ha infórmado de mi viaje y del objetivo que perseguía al hacerlo?
––El jardinero del cementerio.
––¿Ha visto usted la tumba?
Apenas si me atrevía a responder, pues el tono de aquella frase me demostraba que quien la había pronunciado seguía presa de la emoción de que yo había sido testigo, y que, cada vez que su pensamiento o la palabra de otro le recordara aquel doloroso tema, tal emoción traicionaría durante mucho tiempo su voluntad.

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