La Dama de las Camelias (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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––No la dejé nunca.
––¿No será usted el joven que venía a preguntar por mí todos los días durante mi enfermedad y que nunca quiso dejar su nombre?
––Yo soy.
––Entonces es usted más que indulgente, es generoso. Usted, conde, no hubiera hecho eso ––añadió, volviéndose hacia el señor de N..., tras haberme lanzado una de esas miradas con las que las mujeres completan su opinión sobre un hombre.
––Sólo hace dos meses que la conozco ––replicó el conde.
––Y el señor sólo hace cinco minutos que me conoce. No dic e usted más que tonterías.
Las mujeres son despiadadas con las personas que no son de su agrado.
El coride enrojeció y se mordió los labios.
Sentí piedad por él, pues parecía estar enamorado como yo, y lá dura franqueza de Marguerite debía de hacerle muy d esgraciado, sobre todo en presencia de dos extraños.
––Estaba usted tocando cuando hemos entrado ––––dije entonces para cambiar de conversación––. ¿No quiere usted darme el gusto de tratarme como a un viejo conocido y continuar tocando?
––¡Oh! ––dijo, echándose en el canapé a invitándonos con un gesto a sentarnos––. Gaston sabe perfectamente qué clase de música toco. Cuando estoy sola con el conde, vale, pero no quisiera ´que ustedes tuvieran que soportar semejante suplicio.
––¿Tiene usted esa preferencia por mí? ––replicó el señor de N... con una sonrisa que tenía pretensiones de ser sutil a irónica.
––Se equivoca usted al reprochármela: es la única.
Estaba decidido que aquel pobre muchacho no dijera una palabra. Lanzó a la joven una mirada realmente suplicante.
––Dígame, Prudence ––continuó ella––, ¿ha hecho usted lo que le rogué?
––Sí.
––Está bien, ya me lo contará más tarde. Tenemos que chaxlar; no se vaya sin hablar conmigo.
––Creo que hemos sido un poco indiscretos ––dije yo entonces––, y ahora que ya hemos, o mejor dicho he obtenido una segunda presentación para hacer olvidar la primera, Gaston y yo vamos a retirarnos.
––¡Ni hablar de eso! No lo he dicho por ustedes. Al contrario, quiero que se queden.
El conde sacó un reloj muy elegante y miró la hora :
––Ya es hora de que me vaya al club ––dijo.
Marguerite no respondió.
El conde se separó entonces de la chimenea y, dirigiéndose a ella:

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