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de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el
bien que se supone resultaría de su aplicación universal. He aquí un
sistema sumamente cómodo de componer definiciones y de explicar la
naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que
pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su
estado. Lo único que podemos ver muy claramente a propósito de esta ley es
que no sólo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a
quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que además es preciso,
para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la
naturaleza.
Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nos enseñan a
ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre
las primeras y las más simples operaciones del alma humana, creo advertir
dos principios anteriores a la razón, uno de los cuales nos interesa
vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia
natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente
a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro
espíritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario añadir
el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del
derecho natural, reglas que la razón se ve precisada a establecer sobre
otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a
sofocar la naturaleza.
De este modo, no es necesario hacer del hombre un filósofo antes de
hacer de él un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados
únicamente por las tardías lecciones de la sabiduría, y mientras no
resista a los íntimos impulsos de la conmiseración, nunca hará mal alguno
a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el legítimo caso en
que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea forzado a