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el aguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá habrán transcurrido
antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo!
¡Cuántos azares diversos habrán necesitado para aprender los usos más
comunes de ese elemento! ¡Cuántas veces le habrán dejado extinguir antes
de haber adquirido el arte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá
perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! ¿Qué diremos de la
agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsión exige, que tanto
tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una
sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra
alimentos que ella produciría muy bien sin esto como a forzarla a
satisfacer las preferencias de nuestro gusto?
Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo
que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos,
suposición que, por decirlo de paso, demostraría una gran ventaja para la
especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin
talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo en manos de
los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos
sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan
anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado cómo es necesario
cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los árboles; que hubiesen
descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas
todas que les ha sido preciso fueran enseñadas por los dioses, a falta de
concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos; ¿quién sería después de
esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que
será despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a
quien conviniese la cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar
su vida a un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger sus frutos
cuanto más sentiría su necesidad? En una palabra: ¿cómo esta situación