Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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El corazón me latía de impaciencia por hojear el nuevo libro que llevaba en mi bolsillo; sacábalo tan pronto como quedaba sin testigos, y ya no me acordaba de registrar el gabinete de mi amo. Creo qué aun cuando mis pasiones hubieran sido más costosas, nunca hubiera robado. Por ejemplo, en el presente caso, estaba muy lejos de pensar valerme de semejante medio para lo sucesivo. La Tribu me fiaba, los anticipos eran muy escasos, y, cuando tenía el libro, ya no me acordaba de nada; pero asimismo pasaba a esta mujer todo el dinero que me venía naturalmente, y cuando me pedía con premura, nada tenía tanto a mano como mis efectos. Robar anticipadamente hubiera sido harta previsión, y lo que es hacerlo para pagar, ni tentación siquiera.
A fuerza de altercados y de golpes, de lecturas a hurtadillas y mal escogidas, mí carácter se volvió taciturno y salvaje; empezaba a trastornarse mi cabeza, y vivía como un hurón. Con todo, si bien es verdad que mi gusto no me preservó de las lecturas insubstanciales y desabridas, tuve la fortuna de no entregarme a la de libros obscenos y licenciosos; no porque la Tribu, mujer en extremo tolerante bajo todos conceptos, tuviese escrúpulo en prestármelos, sino porque, a fin de darles importancia, me los nombraba con un aire de misterio que cabalmente me obligaba a rehusarlos, así por repulsión como por vergüenza; y la suerte fué tan favorable a mis púdicos instintos, que a los treinta años aún no había pasado los ojos por ninguno de esos peligrosos libros que una elegante mujer de mundo encuentra incómodos porque sólo pueden leerse con una mano.
En menos de un año agoté el mezquino almacén de la Tribu, y entonces me hallaba en mis ocios extremadamente fastidiado. Curado de mis gustos de niño y de pilluelo por el de la lectura, y hasta por efecto de lo que leía, pues aunque fuese desordenado y muchas veces malo, elevaba mi corazón, sin embargo, a sentimientos más nobles que los adquiridos en mi estado; todo lo que a mi alcance habla me disgustaba y, viendo harto lejos cuanto pudiera tentarme, nada vela capaz de halagar mi corazón. Mis sentidos, alterados hacía ya mucho tiempo, me pedían un goce que ni siquiera imaginaba en qué pudiera consistir: tan ajeno estaba del verdadero objeto, como si hubiese carecido de sexo, y ya en la pubertad y lleno de sensibilidad, pensaba alguna vez en mis locuras, pero nada vela más allá.

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