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Ningún temor ni duda de mi destino turbaban estos delirios. Enviarme a Turín era, a mi entender, obligarse a sostenerme allí, a colocarme convenientemente. No tenía cuidado por mí, otros se encargaban de ello. Así andaba yo ligero y libre de este peso; los deseos juveniles, la esperanza encantadora, los proyectos brillantes llenaban mi espíritu. Cuantos objetos veía me parecían fiadores de mi próxima felicidad. Imaginaba festines rústicos en las casas, en los prados bulliciosos juegos, paseos, baños, pescas en las riberas, sabrosa fruta en los árboles, voluptuosas entrevistas a su sombra, jarros de leche y de nata en las montañas, una agradable holganza, la paz, la sencillez, el placer de ir sin saber a dónde. En fin, cuanto se ofrecía a mis ojos llevaba a mi corazón algún motivo de gozo. La grandeza, la variedad, la belleza real del espectáculo que presenciaban lo hacían digno de la razón, la misma vanidad mezclaba en ello su partecita. Ir a Italia tan joven, haber visto ya tanto terreno, seguir a Aníbal atravesando montes, me perecía una gloria que estaba por encima de mi edad. Añádase a todo esto frecuentes y largas detenciones, mi buen apetito y tener con qué satisfacerlo, aunque a la verdad no valía la pena de hablar de ello, pues, comparado con el señor Sabran, lo que yo comía parecía nada.
No recuerdo haber tenido en todo el curso de mi vida un intervalo más perfectamente exento de cuidados y penas que el de los siete u ocho días que echamos en aquel viaje, porque el paso de la mujer de Sabran, al cual teníamos que adaptar el nuestro, lo convirtió en un paseo. Este recuerdo me ha dejado una afición viva a todo lo que con él se relaciona, sobre todo por las montañas y los viajes pedestres. No he viajado a pie más que en mis días hermosos y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y tomar un coche, donde subían conmigo el roedor desasosiego, el engorro y la molestia, y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía en mis viajes, sólo he sentido el anhelo de llegar pronto. Durante mucho tiempo he buscado en París dos amigos de igual gusto que el mío que quisiesen consagrar cada uno cincuenta luises y un año a un viaje por Italia hecho así, juntos, sin más equipaje que un saco de noche llevado por un muchacho que viniese con nosotros.