El doncel de don Enrique (Mariano Jose de Larra) Libros Clásicos

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Ya don Juan I de Castilla, en su testamento otorgado en Celórico de la Vera, poco antes de la jornada de Aljubarrota, vacilando él mismo sobre la legitimidad de sus derechos, al legárselos a su hijo y sucesor Enrique III, le había legado también las dudas que acerca de tan delicada contienda en su propio corazón albergaba. En la época de nuestra narración, era tan débil ya la guerra que se sostenía contra Portugal, que más parecía efecto de una obstinación irrealizable, que una verdadera lucha que presentase síntomas de un término definitivo. Ni apenas se hubiera dicho que semejante guerra existía entre las dos naciones, si no lo hubiesen atestiguado las continuas treguas y largos armisticios, que continuamente por una parte y otra se ratificaban.
Enrique III, al subir al trono a los catorce años, para dar fin a la anarquía que en el Estado alimentaran sus poderosos tutores, había ratificado las ligas hechas por su padre con don Carlos VI de Francia y con los reyes de Aragón y de Navarra; y sólo con el rey moro de Granada sostenía una guerra, muy semejante en su lentitud y en sus largas treguas a la de Portugal.
Tal era también el estado político de Castilla en la época de nuestra historia caballeresca, a que daremos principio desde luego sin detenernos más tiempo en digresiones preparatorias, de poco interés para el lector, si bien hasta cierto punto necesarias para la particular inteligencia de los hechos que a su vista tratamos de exponer sencilla y brevemente.
Con respecto a la veracidad de nuestro relato debemos confesar que no hay crónica ni leyenda antigua de donde le hayamos trabajosamente desenterrado; así que, el lector perdiera su tiempo si tratase de irle a buscar comprobantes en ningún libro antiguo ni moderno: respondemos, sin embargo, de que si no hubiese sucedido, pudo suceder cuanto vamos a contar, y esta reflexión debe bastar tanto más para el simple novelista, cuanto que historias verdaderas de varones doctos andan por esos mundos impresas y acreditadas, de cuyo contenido no nos atreveríamos a sacar tantas líneas de verdad, o por lo menos de verosimilitud, como las que encontrará quien nos lea en nuestras páginas, tan fidedignas como útiles y agradables.

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