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-¡La luna del Pombal! -repitió Elena. La miré entonces. ¡Oh amor del alma mío! ¡Cómo la vi! ¡Cómo la vi, Dios mío! ¡La huérfana de una cuna, la niña sin madre y sin arrullos! Parecía más niña que a luz del sol poco antes, y parecía más mujer. Porque estaba más seria, porque sus ojos expresaban dolorosa poesía, parecía más mujer. Parecía más niña por el gesto, por el matiz de sus pómulos infantiles acentuados, por la tirantez de ciertas líneas. Yo no soy pintor, no puedo pintar lo que vi en ella: estaba allí la santa seriedad de lo pueril, el dolor infinito, irremediable, de las caricias perdidas desde la cuna.
Con la voz temblona, sin pensar en que estaba allí Emilia, pregunté, serio también, con un timbre que desconocí yo mismo:
-¿Por qué repite V. eso? ¿Qué tiene esta luna?
-¡La luna del Pombal! Es mi sueño, de allá lejos.
16 de enero -Elena, antes de proseguir, me miró con gravedad y sondeándome: quería ver si era yo digno de que ella siguiera hablando de tan sagradas cosas.
Por desgracia Emilia se adelantó, creyéndose en el caso de explicarme lo de la luna. Ello era que allá en la infancia, cuando vivía su padre, Elena suspiraba en invierno, en Madrid, por la luna de Pombal, que a ella le parecía la única, porque conservaba el recuerdo del plenilunio en una noche como aquella en aquel valle. Elena interrumpió a su hermana como hablando consigo misma, fija la mirada en el astro rojo, hinchado, que seguía ascendiendo, alejándose del horizonte.
-Yo no sé -dijo- si es que me acuerdo todavía, o si me acuerdo del recuerdo; pero ello es que yo me veía en unos brazos que debían de ser los de papá, y de repente vi esa luna, de ese color, y no me pareció la misma pálida que había visto en Madrid... ¡Oh! Sí: para mí la luna de Pombal era mejor, de colores, redonda, más hermosa, como todo lo del Pombal. Pero ¡sí me acuerdo, vamos! Aquella tarde, o aquella noche, lo que fuera, íbamos por un prado.