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a quien debí en mi primera
edad-fuera deste ser-
otro de mayor nobleza, 195
que fue la luz de la fe
y religión verdadera
de Cristo, por el carácter
del santo bautismo, puerta
del cielo como primero 200
sacramento de su iglesia.
Mis piadosos padres, luego
que pagaron esta deuda
común que el hombre casado
debió a la naturaleza, 205
se retiraron a dos
conventos, donde en pureza
de castidad conservaron
su vida hasta la postrera
línea fatal; que rindieron, 210
con mil católicas muestras,
el espíritu a los cielos
y el cadáver a la tierra.
Huérfano entonces quedé
debajo de la tutela 215
de una divina matrona,
en cuyo poder apenas
cumplí un lustro o cinco edades
del sol, que en doradas vueltas
cinco veces ilustró 220
doce signos y una esfera,
cuando mostró Dios en mí
su divina omnipotencia;
que de flacos instrumentos
usa Dios porque se vea 225
más su majestad, y a El solo
se atribuyan sus grandezas.
Fue, pues-y saben los cielos
que no es humana soberbia,
sino celo religioso 230
de que sus obras se sepan,
el contarlas yo-, que un día
un ciego llegó a mis puertas,
llamado Gormas, y dijo:
«Dios me envía aquí, y ordena 235
que en su nombre me des vista».
Yo, rendido a su obediencia,
la señal de la cruz hice
en sus ojos, y con ella
pasaron restituidos 240
a la luz, de las tinieblas.
Otra vez, pues, que los cielos,
rebozados entre densas
nubes, con rayos de nieve
hicieron al mundo guerra, 245
cayó tanta sobre un monte
que, desatada y deshecha
a los rigores del sol,
inundaba de manera
las calles que ya las casas, 250
sobre las ondas violentas,
eran naves de ladrillo,
eran bajeles de piedra.
¿Quién vio fluctuar por montes?
¿Quién vio navegar por selvas? 255
La señal de la cruz hice
en las aguas y, suspensa