La hija del aire (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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como en la estación primera
del día luces y sombras
confusamente se mezclan,
que ni bien sombras ni luces
se distinguen; así, hecha
del azabache y del oro
una mal distinta mezcla,
crepúsculo era el cabello,
siendo sus neutrales trenzas
para ser negras, muy rubias,
para ser rubias, muy negras.
No de espaciosa te alabo
la frente, que antes en esta
parte sólo anduvo avara
la siempre liberal maestra;
y fue sin duda porque
queriendo, señor, hacerla
de una nieve que hubo acaso,
la hubo de dejar pequeña,
porque no le fue posible
que entre la más pura y tersa
se hallase ya un poco más
de una nieve como aquélla.
Una punta del cabello
suplía la falta, y era
que a las cejas acechaba,
como diciendo, "Estas cejas
hijas son de mi color,
y quiero bajar por ellas
porque el amor no se alabe
de que las llevó por muestra."
Los ojos negros tenía.
¿Quién pensara, quién creyera
que reinasen en los alpes
los etíopes? Pues piensa
que allí se vio, pues se vieron
de tanta nevada esfera
reyes dos negros bozales,
y tan bozales, que apenas
política conocían.
Su barbaridad se muestra
en que mataban no más
que por matar, sin que fuera
por rencor, sino por uso
de sus disparadas flechas.
Para que no se abrasasen
los dos en civiles guerras,
su jurisdicción partía,
proporcionada y bien hecha,
una valla de cristal,
sin que zozobrase en ella
la perfección, siendo así
que la nariz más perfecta,

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