Las manos blancas no ofenden (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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galantear una beldad,
cargado de una mujer.
PATACÓN: Pues ¿qué hemos de hacer?
FEDERICO: Callando
dejar el lance correr,
mientras él no se declare,
diciendo una y otra vez,
entre un olvidado amor
y un acordado desdén:
"Arded, corazón, arded;
que yo no os puedo valer."

FIN DE LA PRIMERA JORNADA

JORNADA SEGUNDA

Salen LAURA y CLORI


CLORI: No se ha visto igual extremo
en el mundo.
LAURA: ¿Quién creyera
que condición tan extraña
a cuanto es agrado diera
poder a una advenidiza
mujer, a quien su deshecha
fortuna echó a estos umbrales,
porque dulcemente diestra
la escuchó cantar tal vez
desde el sitio en que se alberga
en el cuarto de Lidoro,
hechizada de manera
al encanto de su voz
que dueño absoluto sea
de su voluntad?
CLORI: No, Laura,
en tu queja ni en mi queja
hablemos; porque parece
que aquí las voces se acercan.
LAURA: Pues, la plática mudemos,
hablando de nuestra fiesta.

Salen SERAFINA y CÉSAR vestido de mujer


SERAFINA: ¿Dónde, Celia, el instrumento
dejaste?
CÉSAR: En las flores bellas
le dejé.
SERAFINA: ¿Por qué?
CÉSAR: Señora,
porque a su dulce tarea,
en metáfora de arco,
descanse un rato la cuerda.
SERAFINA: Ve por él, porque no hay cosa
que más me alivie y divierta,
de tantos necios pesares
como una dicha me cuesta,
que tu voz. Y así, entre tanto
que por la apacible esfera
voy deste jardín, te pido
que al compás de las risueñas
cláusulas de sus cristales
el aire tu voz suspenda.
CÉSAR: Beso, señora, tu mano,
por el agrado que muestras
a quien feliz e infeliz
llegó a tus pies. (¡Ay adversa
suerte mía! Aunque me quite
fama y honor tu violencia,
¿qué importa, si no me quita
que estos favores merezca?)

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