Página 27 de 31
A eso de las nueve de la noche estábamos todos nosotros sentados en el despacho, esperando pacientemente a nuestro hombre.
Transcurrió una hora y luego otra. Cuando dieron las once, las acompasadas campanas del gran reloj de la iglesia parecieron doblar fúnebres nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft se movían nerviosos en sus asientos y cada cual miraba su reloj dos veces en un minuto. Holmes
permanecía callado, pero sereno, con los parpados medio cerrados, pero con todos sus sentidos alerta.
Alzó la cabeza con un respingo súbito, y dijo:
-Ahí llega.
Por delante de la puerta se había oído los pasos furtivos de un hombre que cruzaba. Poco después se oyeron en sentido contrario. Luego, un arrastrar de pies y dos aldabonazos secos. Holmes, se levantó indicándonos que siguiésemos sentados. La luz de gas del vestíbulo era un simple puntito. Abrió la puerta exterior, y después que una negra figura pasó por delante de él, la cerró y aseguró.
«Por aquí», le oímos decir, y un instante después surgía ante nosotros nuestro hombre.
Holmes le había seguido de cerca, y cuando el desconocido se dio media vuelta, dejando escapar un grito de sorpresa y de alarma, él le sujetó por el cuello de la ropa, y lo volvió de un empujón a la habitación. Antes que hubiese recobrado el equilibrio, se cerró la puerta y Holmes apoyó en ella su espalda. Aquel hombre miró con ojos sin sentido. Con el golpe se le desprendió el sombrero de anchas alas, la bufanda que le tapaba la boca se le cayó, y quedaron al descubierto la barba rubia y sedosa y las facciones hermosas y delicadas del coronel Valentine Walter.
Holmes lanzó un silbido de sorpresa, y dijo:
-Esta vez, Watson, califíqueme en su relato como de burro completo. No era éste el pájaro que yo esperaba.
-Pero, ¿quién es él? -preguntó Mycroft ansiosamente.
-El hermano mas joven del difunto sir James Walter, jefe del Departamento de submarinos. Sí, sí; ya veo hacia qué lado se inclinan las cartas. Ya vuelve en sí. Creo que lo mejor sería que me dejasen que le interrogue.
Habíamos transportado hasta el sofá el cuerpo caído en el suelo. Nuestro preso acabó por incorporarse, miró en torno suyo con expresión de espanto, y se pasó la mano por la frente como quien no puede creer a sus propios sentidos.