Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (Dale Carnegie) Libros Clásicos

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"Considero -dijo Schwab- que el mayor bien que poseo es mi capacidad para despertar entusiasmo entre los hombres, y que la forma de desarrollar lo mejor que hay en el hombre es por medio del aprecio y el aliento.
"Nada hay que mate tanto las ambiciones de una persona como las críticas de sus superiores. Yo jamás critico a nadie. Creo que se debe dar a una persona un incentivo para que trabaje. Por eso siempre estoy deseoso de ensalzar, pero soy remiso para encontrar defectos. Si algo me gusta, soy caluroso en mi aprobación y generoso en mis elogios."
Esto es lo que hacía Schwab. Pero, ¿qué hace la persona común? Precisamente lo contrario. Si alguna cosa no le gusta, arma un escándalo; si le gusta, no dice nada.
"En mi amplia relación con la vida, en mis encuentros con muchos grandes personajes en diversas partes del mundo -declaró Schwab-, no he encontrado todavía la persona, por grande que fuese o elevadas sus funciones, que no cumpliera mejor trabajo y realizara ma­yores esfuerzos dentro de un espíritu de aprobación que dentro de un espíritu de crítica."
Esa fue, agregó francamente, una de las principales razones del notable éxito de Andrew Carnegie. Carnegie elogiaba a sus semejantes en público y en privado. Carnegie quiso elogiar a sus ayudantes hasta después de muerto. Para su tumba escribió un epitafio que decía: "Aquí yace un hombre que supo cómo rodearse de hombres más hábiles que él".
La apreciación sincera fue uno de los secretos del buen éxito de Rockefeller en su trato con la gente. Por ejemplo, cuando uno de sus socios, Edward T. Bedford, cometió un error e hizo perder a la firma un millón de dólares con una mala compra en América del Sur, John D. pudo haberlo criticado; pero sabía que Bedford había procedido según sus mejores luces, y el incidente quedó en nada. Pero Rockefeller encontró algo que elogiar: felicitó a Bedford porque había podido salvar el sesenta por ciento del dinero. invertido. "Espléndido -dijo Rockefeller-. No siempre nos va tan bien en mi despacho."
Tengo entre mis recortes una historia que sé que nunca sucedió, pero la repetiré porque ilustra una verdad. Según esta fantasía, una mujer granjera, al término de una dura jornada de labor, puso en los platos de los hombres de la casa nada más que heno. Cuando ellos, indignados, le preguntaron si se había vuelto loca, ella replicó:

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