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Sin embargo, continuamos nuestro camino
hacia la iglesia, adonde por fin llegamos. Algún tiempo después se empezó
la misa mayor, y en cuanto vi que mi guardián se levantaba, en el momento
de la ofrenda, en tres saltos salí de la nave, y en otros tres me perdí
por una de las callejas más solitarias. Entre todos los pensamientos
diversos que agitaban mi espíritu en este instante, el que más determinó
mi voluntad fue el de seguir el camino de Tolosa, ciudad de la cual esta
aldea apenas si distaba una media legua; y me encaminé hacia allá con el
propósito de tomar allí posada. Llegué bastante temprano a las afueras de
Tolosa; pero tanto me avergoncé al ver que la gente me miraba, que perdí
toda firmeza. La causa del asombro de las gentes era mi indumento, porque
como en achaques de miseria yo estaba bastante poco diestro, había
dispuesto mis harapos con tan disparatado orden, y andaba con unas trazas
tan poco adecuadas a mi vestimenta, que parecía más bien una máscara que
un pobre. Además andaba de prisa, con la vista baja y sin pedir limosna.
Finalmente, pensando que una atención tan divulgada vendría a acarrearme
perjuicios, me sobrepuse a mi vergüenza, y tan pronto como alguien me
miraba, yo le tendía la mano pidiéndole una caridad. Acabé por pedirla
hasta a los que no me miraban. Pero he aquí como queriendo mostrarnos a
veces demasiado discretos en la colaboración que por nuestra parte
queremos prestar a los destinos de la Fortuna venimos en ofender el
orgullo de esta diosa. Hago esta reflexión pensando en la aventura que me
sucedió. Y es que habiendo reparado en un hombre vestido como un mediano
burgués y que estaba vuelto de espaldas a mí, me acerqué a él y, tirándole
de la capa, le dije: «Señor, si la compasión puede enternecer.