Página 30 de 156
ronca turbamulta de arqueros; pero yo tuve todavía bastante juicio para
quedarme quieto en la misma postura, con la esperanza de que no me
reconocieran, como así sucedió; porque como todos me tomasen por un
apestado pasaron rápidamente, taponándose las narices; y aun casi todos
ellos me tiraban un maravedí en el pañuelo.
Cuando merced a esta traza la tormenta hubo pasado, me interné por
una alameda, y volviéndome a vestir con mis ropas me abandoné otra vez a
la fortuna; pero tanto había yo corrido que ella se fatigó de seguirme. Es
necesario pensarlo así, porque con el mucho andar por calles y callejas y
atravesar y cruzar plazas, esta diosa gloriosa, que no está acostumbrada a
andar tan de prisa, para perderme más en mi camino me dejó caer ciegamente
en manos de los arqueros que me perseguían. Al encontrarme, lanzaron un
grito tan furioso y aterrador que me quedé sordo. Ellos, creyendo no tener
bastantes brazos para detenerme, se valían de los dientes y aun con esto
parecían no estar seguros de retenerme; así, unos me cogían por los pelos,
otros por el cuello, y los que estaban menos enardecidos me registraban.
El fruto de este registro fue más feliz que el de mi prisión, pues en él
se toparon con el resto de mi oro.
Mientras estos piadosos médicos se afanaban curando la hidropesía de
mi bolsa, se oyó un grande barullo, y en toda la plaza resonaban estas
palabras: «¡Matadlos, matadlos!», y al mismo tiempo vi brillar espadas.
Los señores que me tenían preso exclamaron que estas gentes que llegaban
no eran sino los arqueros del gran preboste, que querían arrebatarles su
caza. «Pero llevad cuidado -me dijeron ellos, que todavía me apretaban más
de lo que acostumbraban-, llevad cuidado de caer entre sus manos, pues os
condenarían en veinticuatro horas y ni el mismo rey os podría salvar».