Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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-Creo que no he causado mucho daño todavía, y que puedo guardar esto en pago del tiempo que me llevó -se dijo por fin, después de larga meditación, añadiendo con impaciencia-: Casi preferiría no tener conciencia. Si no me importase hacer las cosas bien ni me sintiese incómoda cuando las hago mal, me iría magníficamente. Habría preferido que papá y mamá no hubiesen sido tan exigentes en esas cosas.
En lugar de pensar eso, Jo, medita en la suerte que tuviste que "papá y mamá fuesen exigentes" y compadécete para resguardarlos con principios que podrán aparecer como las paredes de una prisión a la impaciente juventud, pero que con el tiempo resultarán bases sólidas para formar el carácter.
Jo no escribió, pues, más historias sensacionalistas, pero yéndose al otro extremo siguió un curso de Sherwood, Edgeworth y More4, y produjo una historia que podía llamarse con más propiedad ensayo o sermón, de tan intensamente moral que le resultó. Desde el principio tuvo Jo sus dudas, pues su viva imaginación y su gusto de muchacha por el romance se sentían tan incómodos en el estilo nuevo como se hubiese sentido disfrazada con los trajes rígidos y pesados del pasado siglo. Esta joya didáctica la envió Jo a varios mercados, pero no encontró comprador, y la pobre Jo se sintió inclinada a acordar con el señor Dash "que la moral no se vende".
Después de eso probó con un cuento para chicos que fácilmente pudo haber vendido si no hubiese sido mercenaria como para exigir lucro por él. Así, pues, nada resultó de estos experimentos y Jo tapó su tintero y dijo con un saludable ataque de humildad:
-No sé nada de nada. Voy a esperar a aprender algo antes de probar de nuevo. Entretanto "barreré el barro en la calle" -prueba de que su segunda caída le había hecho algún bien, después de todo.
Mientras estas revoluciones internas tenían lugar, su vida, la exterior, había seguido, atareada y sin acontecimientos, como de costumbre. Y si a veces estaba algo seria y aun un poco triste, nadie lo notaba más que el profesor Bhaer. Lo hacía con tanta discreción que Jo nunca supo que él se procuraba por saber cómo había recibido su reproche y qué provecho había sacado de él. Pero se dio cuenta de que la muchacha había renunciado a escribir. No solamente lo adivinó por el hecho de que ya no venía a clase con el dedo manchado de tinta, sino también porque ahora pasaba las veladas abajo, y porque no la encontró más por las oficinas de los diarios y estudiaba el alemán con paciencia tenaz.

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