La peste escarlata (Jack London) Libros Clásicos

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una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba
atenuado en un débil murmullo, la imperceptible resaca de las patas de un
pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida.
De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El
sonido, la visión, y el olor los habían advertido simultáneamente. Tendió
la mano hacia el viejo, lo toco, y ambos permanecieron inmóviles y
silenciosos.
Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia
la cima. Y la veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya
parte superior se movía.
Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y
también él se detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos.
Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente,
dispuesto a afrontar lo que viniera. El muchacho colocó la flecha en el
arco y tensó la cuerda, sin dejar de mirar a la bestia. El viejo, que
debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, se quedó
tan quieto como su acompañante.
Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en
vista de que la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente
irritación, el muchacho hizo un signo al viejo, con un leve movimiento de
la cabeza, de que era conveniente dejar el sendero libre y bajar la
pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el
muchacho, que le seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto
a tirar.
Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que el ruido fuerte de hojas y
ramas movidas, del otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se
había marchado. Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita
prudentemente atenuada:
--¡Ése era grande, abuelo!
El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y
contestó, con una voz de falsete parecida a la de un niño:

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