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Ya hemos legado a la moda
de adornarse con dientes humanos. La próxima generación se perforará la
nariz y las orejas y se adornará con huesos de animales y con conchas. De
eso no cabe duda. La raza humana está condenada a hundirse cada vez más en
la noche primitiva antes de recomenzar algún día un nuevo ascenso
sangriento hacia la civilización. Hoy, la tierra es demasiado ancha para
los pocos hombres que viven. Pero estos hombres crecerán y se
multiplicarán, y, dentro de algunas generaciones, encontrarán la tierra
demasiado estrecha para ellos y empezarán a matarse los unos a los otros.
Esto no habrá quien lo evite. Entonces se colgarán del cinto las
cabelleras de sus enemigos, del mismo modo que tú, Edwin, que eres el más
afectuoso de mis nietos, empiezas ya a adornarte la oreja con esa terrible
cola de cerdo. ¡Hazme caso, pequeño! ¡Tírala, tírala lo más lejos que
puedas!
--¡Qué parlanchín, ese abuelo! -gruñó Cara de liebre.
Había terminado la extracción de las piezas dentales de los tres
esqueletos, y los tres muchachos se pusieron a repartirlas
equitativamente. Eran vivaces y bruscos en ademanes y palabras, y la
discusión fue animada. Se expresaban en monosílabos, en frases breves y
entrecortadas.
Luego, satisfechos con el hallazgo, se sentaron alrededor del vejestorio.
Cara de Liebre, mientras jugaba con los fragmentos de esmalte, preguntó:
--Oye, viejo, ¿por qué no nos hablas un poco de la muerte roja?
--De la muerte escarlata -rectificó Edwin
el hombrecillo pareció halagado con la petición. Se aclaró la garganta
tosiendo, y empezó:
--Hace veinte o treinta años, todavía me pedía a menudo que contara mi
historia. ahora la juventud se interesa cada vez menos por el pasado...
--Pero intenta -incidió Cara de Liebre-de hablar con claridad, si quieres
que entendamos. ¡Nada de frases complicadas ni de palabras sabias!
Edwin dio un codazo a Cara de Liebre.
--Vamos, cállate o el abuelo se enfadará -dijo--.