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Y multiplicó las piezas
dentales por caparazones de cangrejos para expresar los mil millones, y se
detuvo ahí, ya que sus oyentes empezaban a mostrar signos de cansancio.
--Había, pues, cuatro millones de hombres en San Francisco -reanudó--. O
sea, cuatro dientes...
La mirada de los muchachos pasó de los dientes a las piedras, y luego de
las piedras a los granos de arena, y de los granos de arena a los dedos de
las manos alzadas de Edwin; después recorrieron en sentido inverso la
serie ascendente de los símbolos, esforzándose para comprender la cifra
inaudita que representaba.
--cuatro millones de hombres, eso es una buena cantidad -aventuró
finalmente Edwin.
--¡Eso es, muchacho! -aprobó el viejo--. Puedes hacer otra comparación,
con los granos de arena de la orilla. Imagínate que cada uno de estos
granos era un hombre, una mujer o un niño. ¡Ahí tienes! Estos cuatro
millones de personas vivían en San Francisco, que era una gran ciudad, en
esta misma bahía en donde estamos nosotros ahora. Y los habitantes se
extendían más allá de la ciudad, en toda la extensión de la bahía y en la
orilla del mar, y tierra adentro, entre las llanuras y las colinas. Eso
daba un total de siete millones de habitantes. ¡Siete dientes!
Una vez más, los muchachos recorrieron con la mirada los dientes, las
piedras, los granos de arena y os dedos de Edwin.
--El mundo entero estaba atestado de seres humanos. El gran censo del año
2010 había dado un resultado de ocho mil millones como población de todo
el universo. Ocho mil millones, o sea ocho caparazones de cangrejos...
Aquellos tiempos no se perecían demasiado a estos tiempos en que vivimos.
La humanidad tenia una habilidad sorprendente para procurarse alimentos. Y
cuanto más comida necesitaba, tanto más crecía el número. Así, pues,
vivían en la tierra ocho mil millones de hombres cuando comenzaron los
estragos de la peste escarlata. Yo entonces era un hombre joven.