Página 1 de 1
La pasión colonial por el juego de azar, naturalmente, no fue aventada entre nosotros por los nuevos aires de la época independiente, y puede creerse, hasta cierto punto, que esta herencia se conservó intacta e inclusive, en la mayorÃa de los casos, se vio formalmente acrecentada por los descendientes de los primitivos comerciantes, funcionarios, soldados y gauderios coloniales, y por los inmigrantes que se incorporaron a partir de Caseros.
Asà lo percibÃa "Un Inglés" en los años que corren entre 1820 y 1825: "Existe mucha propensión al juego en Buenos Aires, pero entre los hombres, únicamente. Los vicios de las damas elegantes de Londres en este respecto no son imitados por las hermosas habitantes del RÃo de la Plata. No existen casas destinadas públicamente al juego; el gobierno las ha prohibido: pero ¿quién puede contener al jugador empedernido? Pocas noches después de mi llegada visité una casa de juego y en la mesa se jugaba una partida semejante a las nuestras. Llegó la policÃa. Creà que todos terminarÃamos en la cárcel, según la costumbre inglesa; pero fueron más considerados y solo arrestaron a los dirigentes: varios ingleses entre ellos. Si se me ha informado correctamente, hay en Buenos Aires individuos que en el manejo de los dados compiten con los caballeros de la parroquia de St. James, lo que pueden atestiguar algunos diputados sudamericanos que residen en Londres. Hasta los chicos de Buenos Aires sienten inclinación por el juego; sobre todo los lecheritos que suelen volver a su casa sin la ganancia del dÃa" (Cinco años en Buenos Aires).
Jugaban, como se advierte, todas las clases sociales y todas las edades; y se apostaba ciertamente lo necesario y lo superfluo. Una tradición recogida por Rafael Cano en Del tiempo de Ã?aupa, quizá llevando las cosas hasta el extremo, asevera que la tarde del 26 de diciembre de 1827, el ministro Manuel RodrÃguez y el coronel Marcos A. Figueroa se Jugaron al billar la futura gobernación de Catamarca.
El juego, de todos modos, formaba parte importante de la vida social y polÃtica del paÃs. CrecÃa con él y cambiaba de centro con sus mismos cambios. AsÃ, podÃa tener indistintamente su centro en la Buenos Aires mitrista o en la Paraná de Urquiza, y en este sentido refiere Lucio V. Mansilla que en la flamante capital de la Confederación "...naturalmente, y asà como no hay sermón sin San AgustÃn, tenÃa que haber jugarreta, y más tardaron en llegar los jugadores, las piernas, que los grandes garitos en organizarse".
"Es curioso -observa Mansilla-, en los pequeños centros de población, donde no hay distracciones de espectáculos, se juega por distracción; y en los grandes centros, donde todos son espectáculos, solo la minorÃa no Juega -uno que otro viejo historiador, más o menos periático o atacado de reumatismo: la mayorÃa juega a las cartas, al dado, al billar, al dominó, al boliche, a la taba, a la argolla y a otros juegos de ensartar, como el balero-, de donde yo deduzco que el jugador nace como el poeta...".
La pasión por el juego podÃa afincarse también en el corazón de las breñas serranas, trajinadas por personajes como aquel exaltado Fray Macario que, según Eduardo Gutiérrez en Un viaje infernal (1899), ofrecÃa "indulgencias plenarias" a quien le aceptase una tramposa partidita de naipes.
En Viaje de un maturrango (1893) Juan B. Ambrosetti anotó la aficción de los milicos por los juegos de apuestas, aficción que llenaba los huecos dejados por el duro servicio y hacÃa circular de cinto en cinto los mugrientos billetitos que a grandes intervalos dejaba ver el comisario pagador. Sin naipes, "a cara o cruz, con una caja de fósforos o una moneda, a la pajita más larga
o más corta; y hasta sirviéndose de los oficiales jugaban; en las cuadras, en la guardia, en el hospital, por todo. El coronel y los oficiales erán blanco principal; sin quererlo, ellos servÃan para decidir las apuestas; se jugaba a que el coronel o el oficial tal pasarÃa por tal parte, si entrarÃa a tal pieza con el pie derecho o el izquierdo, si verÃan al capitán primero que al teniente, y asà sucesivamente; la imaginación traviesa de los soldados habÃa inventado mil medios de jugar al verdadero azar, sin necesidad de recurrir al naipe traicionero, manejado generalmente por manos poco escrupulosas... Entre todas las apuestas oà una muy original: dos soldados de la guardia habÃan jugado a quién se sonaba primero las narices, si el subteniente de guardia o un capitán que se hallaba sentado frente a ellos".
Las prohibiciones, por supuesto, menudeaban tanto en la ciudad como en la campaña: el Bando contra el juego de 1816, el decreto de 1821, la prohibición de Urquiza de 1852, el código rural para los territorios nacionales de 1894, etc. Pero los resultados eran aproximadamente los mismos que en tiempos de la colonia. Se prohibÃa la loterÃa, por ejemplo, y Santiago Calzadilla anotaba en Las beldades de mi tiempo (1891): "...hemos visto comprar billetes en los coches a caballeros, a empleados y aun a encargados de perseguir a los vendedores. En un tren de paseo hemos visto a generales y vicealmirantes comprar considerable número de billetes (de la loterÃa de Montevideo)... como broma".
"La vida de los bonaerenses -apuntaba un contemporáneo de la crisis de 1890- es, de dÃa y de noche, en la plaza, en la Bolsa, o en el salón, una inacabable partida azarosa. Se juega con desenfreno en Palermo, en Belgrano, en el CÃrculo de Armas, en el Progreso, en el Jockey Club, en los garitos elegantes y populares. Es la Argentina una gran mesa de juego."
Finalmente -por Ley 4097 del año 1902- los juegos de azar fueron penados y perseguidos en forma relativamente efectiva. El autor del proyecto de 1902 fue el diputado Rufino Vareta Ortiz, y los debates, como es fácil de imaginar, fueron intensos y llenos de color. Carlos Pellegrini dijo en aquella oportunidad que "el juego no es, como se ha dicho, un sÃntoma de corrupción, de degeneración: por el contrario, es más bien un sÃntoma de riqueza y abundancia... Entre nosotros, en aquella época que se llamó "la crisis del progreso", época de singular abundancia, se jugaba más en un dÃa en Buenos Aires, que lo que se juega hoy en todo un año".
El patrimonio del argentino decimonónico, entretanto, fue tan rico y variado en "envites" y destrezas como el de los españoles y criollos coloniales. Se apostaba en las "cuadreras" y en juegos como el monte, paro, nueve y treinta y una, en las loterÃas y en las ruedas de la fortuna, precursoras de la ruleta, en las tiradas de taba y en los "reñideros" de gallos, asà como el pato, la maroma, la sortija y las boleadas de avestruces constituÃan ocasión propicia para demostrar la destreza y el arrojo ecuestre de gauchos y "agauchados".
Se agregaron, por entonces,juegos de origen inmigratorio como la pelota, jugada "a mano", "a largo", con "botillo", a "pala"y "guante", con "sare", en "frontón", "trinquete".
La primera cancha de pelota, la Cancha Vieja de Tacuarà al 500, comenzó a funcionar antes de 1850, y desde entonces se habilitaron, a lo largo de la segunda mitad del siglo, numerosos locales como el de Blandengue, en la calle Lima, el "frontón" de Zarria, el de la calle PotosÃ, la cancha Moreno, la de doña Juanita, la Plaza Euskara, etc., al mismo tiempo que surgÃan pelotaris legendarios como Pedrito del Once, Tiburcio, Piojito, etcétera.
Precisamente a partir de la caÃda de Rosas comenzaron también a desarrollarse en forma más sistemática, como veremos,los juegos y deportes de origen británico, que hoy detentan, por asà decirlo, el monopolio de nuestra actividad lúdica.
En los capÃtulos que siguen nos referiremos más extensamente a tres formas de juego y entretenimiento que, no obstante su origen exótico y remoto, parecen resumir las notas más acabadas del espÃritu y del estilo criollos: nos referimos al truco, la taba y las riñas de gallos.