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El vejestorio tuvo un sobresalto, y, de su cátedra de la Universidad de
Berkeley, donde se imaginaba disertar todavía ante un auditorio muy
distinto, volvió bruscamente a la realidad de su situación.
--Sí, sí, Edwin -dijo--, me había olvidado. A veces me vuelve el pasado a
la memoria con tanta fuerza que lego a olvidar que soy un hombre viejísimo
y sucio, vestido con una piel de cabra, que va por ahí con unos nietos que
son pastores en un mundo primitivo. El trabajo de hombre es efímero y se
desvanece como la espuma del mar... Así se desvaneció nuestra civilización
grandiosa y colosal. Y hoy soy el más viejo de todos, soy un viejo uy
cansado, y pertenezco a la tribu de Santa Rosa. Es esta tribu me casé. Mis
hijos y mis hijas se casaron a su vez, ya en la tribu de los Chóferes, ya
en la de los sacramentos, ya en la de los paloaltos. Tu, Cara de Liebre,
perteneces a la tribu del Chófer. Tú, Edwin, a la de Sacramento. Y tú
Hu-Hu, a la de Palo Alto. Y los tres sois nietos míos... pero iba a
hablaros de la muerte escarlata. ¿Dónde estaba?
--Nos hablabas de los gérmenes -contestó prestamente Edwin--, de todas
esas cositas que no se pueden ver y que nos ponen enfermos a los hombres.
--Sí, en eso estaba. En los primeros tiempos del mundo, cuando había
poquísimos hombres en la tierra, existían pocos gérmenes, y, por lo tanto,
pocas enfermedades. Pero a medida que los hombres se hacían numerosos, y
se agrupaban en grande ciudades para vivir juntos en ellas, apretujados
unos contra otros, nuevas especies de gérmenes penetraron en sus cuerpos,
y aparecieron enfermedades desconocidas, cada vez más terribles. Así, por
ejemplo, mucho antes de mi tiempo, hubo la peste negra, que barrió Europa.
Luego hubo la tuberculosis, la peste bubónica. En África apareció la
enfermedad del sueño. Los bacteriólogos atacaban todas esas enfermedades y