Crónicas del castillo de Brass (Michael Moorcock) Libros Clásicos

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-Tal vez el aire seco sea beneficioso para mi pecho.

-Por lo tanto, también hemos de atravesar el Mar Medio, ¿eh? -dijo Bowgentle-. Necesitamos un barco.

-Hay un puerto no lejos de aquí -explicó Hawkmoon-. Encontraremos una embarcación que nos permita realizar el largo viaje hasta las costas de Syrania, hasta el puerto de Hornus, si es posible. Después, nos adentraremos en el interior, a lomos de los camellos si podemos alquilarlos, hasta dejar atrás el Éufrates.

-Un viaje que se prolongará durante muchas semanas -indicó Bowgentle, con aire pensativo-. ¿No hay una ruta más rápida?

-Ésa es la ruta más rápida. Los ornitópteros viajan a mayor velocidad, pero son notablemente caprichosos y carecen del alcance que necesitamos. Los flamencos corredores de la Kamarg nos habrían ofrecido una alternativa, pero no quiero atraer sobre nosotros la atención de mis súbditos. Provocaría demasiada confusión y dolor en aquellos a quienes amamos, o amaremos. Por lo tanto, tendremos que ir disfrazados a Marshais, el mayor puerto de los alrededores, y embarcarnos como viajeros normales en el primer barco disponible.

-Veo que habéis pensado en todo. -El conde Brass se levantó y empezó a guardar sus pertenencias en las alforjas-. Seguiremos vuestro plan, mi señor de Colonia, y confío en que Kalan no encuentre nuestra pista antes de que lleguemos a Soryandum.

Dos días más tarde llegaron con la máxima discreción a la bulliciosa ciudad de Marshais, tal vez el mayor puerto marítimo de aquella costa. Había amarrados más de cien barcos, bajeles comerciales de altos mástiles, avezados en cruzar toda clase de mares en todo tipo de condiciones atmosféricas. Y los hombres eran dignos de tales barcos, hombres bronceados por el viento, el sol y el mar, duros, de ojos penetrantes y voz áspera, lacónicos. Muchos iban desnudos hasta la cintura, y vestían tan sólo faldas pantalón de seda o algodón, teñidas de docenas de colores, con pulseras y tobilleras que solían ser de metales preciosos, engastadas de joyas. Alrededor del cuello y la cabeza llevaban atados largos pañuelos, de colores tan vivos como los de sus pantalones. Muchos portaban armas al cinto, sobre todo cuchillos y chafarotes. La mayoría de estos hombres llevaban encima todas sus posesiones, pero éstas, en forma de brazaletes, pendientes y similares, valían una pequeña fortuna, que podían dilapidar a lo largo de escasas horas en cualquiera de las numerosas tabernas, salas de juego y prostíbulos diseminados por las calles que conducían a los muelles de Marshais.

Los cinco cansados hombres, que se cubrían los rostros con capuchas para no ser reconocidos, se adentraron en aquel frenesí de ruidos, colores y movimientos. En cualquier caso, Hawkmoon sabía que les reconocerían: cinco héroes cuyas efigies colgaban de muchos letreros de tabernas, cuyas estatuas se alzaban en muchas plazas, cuyos nombres se utilizaban para proferir juramentos y para narrar historias que nunca eran más increíbles que la verdad.

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