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Quiso averiguar si eran benéficas o acaso destructivas. Pero sus preguntas quedaron sin respuesta, pues se enfrentaba a la única asignatura que sus superiores no se acordaron de enseñarle: el insondable misterio del corazón humano.
El suceso que todos los ocupantes de la nave esperaban desvió la curiosidad de Totmés y avivó una singular excitación en el ánimo de Epistemo, cuyos ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas, ya enrojecidas por el vino.
Pero no apareció como se esperaba la rutilante majestad de Cleopatra. Sólo la discreta autoridad de Carmiana, cuyos rubios cabellos, insólitos en aquel apartado rincón del reino, destacaban corno un látigo formado por espigas de trigo que al ser zarandeadas por el viento flagelaban la negrura del crucero.
-Las diosas negras siguen acampadas en el camarote -exclamó Epistemo, incorporándose-. Tan amorosa es Cleopatra Séptima, que la tristeza no quiere apartarse de su lado.
A una indicación de Carmiana acudió el capitán de la guardia real, Apolodoro, que hasta entonces se limitaba a controlar las luctuosas evoluciones que los campesinos seguían efectuando en las orillas. Carmiana y el capitán intercambiaron unas palabras. Al poco, llegaron otros soldados. Custodiaban a un atleta de formidables proporciones, tanto más destacadas al presentarse en desnudez casi total. Pues sólo la disimulaba una escueta piel de leopardo a guisa de faldón, ajustado a su vez a los pétreos muslos. Una corona de mirto le rodeaba las sienes, contribuyendo a recrear la imagen de alguna alegoría mitológica.
-¿Otro Hércules, otro Baco u otro Tritón? -exclamó Epistemo, apurando su copa-. ¡A fe que no tuvo tantos atletas el Olimpo como los que van apareciendo en esta nave!
Y olímpico era en verdad el atleta. Tan descomunal se presentaba a los ojos de la corte que hubo quien calculó el precio que podría obtenerse por él en cualquier escuela de gladiadores. Sus músculos habíanse desarrollado hasta formar una imponente masa que dijérase cincelada en un montículo de basalto del Sinaí. Su cuerpo era un canto a la belleza.
Y Epistemo le dirigió una extraña mirada. Tal vez de odio.
-Sólo le falta vello en abundancia para recordar en todo a Marco Antonio. Aunque debo reconocer que estaba ya muy adiposo la última vez que le vi en las termas de la vía Canópica.
Totmés observaba con ostensible reprobación la desnudez del aleta y los escasos atributos con que le habían adornado. Supo que era un galeote que llevaba dos años cumpliendo condena en el vientre de la nave. Y lo imaginó aferrado al remo, maldiciendo su suerte minuto tras minuto, murmurando los que faltaban para el cumplimiento de su
condena... o acaso para la liberación suprema de la muerte.