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-¿Está enferma? Si es así, ¿por qué no me ha sido comunicado?
-Es mucho más que esto, señora. En los últimos tiempos la noble Dichas parece enloquecida. Cada noche se encierra en el santo de los santos y ordena a las novicias que le sirvan continuamente cerveza o vino, según su antojo. A veces permanece aferrada a la estatua de la diosa y llora mucho. Y cuando ríe lo hace de manera incontrolada. Sus aullidos aterrorizan a las más jóvenes. Ha envejecido prematuramente. Es como si los años le hubiesen caldo de improviso, hasta el punto de que en, nada recuerda a la que fue. Y ve cosas muy extrañas y pronuncia continuamente
un nombre que... No sé si puedo atreverme a pronunciarlo...
-El nombre. Te lo exijo.
-Cleopatra.
Habían llegado al pasillo procesional y por un instante revivió las suntuosas ceremonias a que asistía de niña, embebida su imaginación en el misterio que solía rodearlas. Recordaba cómo la barca de la diosa desfilaba entre las enormes columnas, a hombros de los sacerdotes jóvenes. Y aquel pasillo se prolongaba en el exterior, hasta alcanzar el Nilo, donde el pueblo acogía la barca sagrada con júbilo renovado, como en los tiempos más antiguos.
Pero el recuerdo fue sustituido por la soledad que, aquella noche, parecía amenazarla desde todos los rincones del recinto. Ofrecía un aspecto impresionante. De entre las tinieblas emergía la pétrea foresta formada por las columnas cuyos capiteles representaban el rostro de Hator, con sus orejas de vaca y la sonrisa que, de niña, se le antojaba una mueca de burla. Eran volúmenes gigantescos, colmados de inscripciones que recordaban las gestas heroicas o la piedad de .su ilustre familia, colocadas ante las plantas de la diosa del amor. Y a través de las ventanas superiores se filtraba sobre el suelo o contra algunos rincones el reflejo argentado de la luna.
Entre aquella atmósfera cargada de mágicas resonancias, Cleopatra oyó los primeros gritos de Dictias. La descubrió entre cuatro sacerdotisas núbiles que reían desenfrenadamente, y se tocaban los senos mientras ella las perseguía con los ojos cerrados, como hacen las niñas en sus juegos.
Y el aspecto de la gran sacerdotisa era en verdad patético. Su rostro amarillento se hacía fúnebre al ponerse al alcance de la luna. Sus manos diríanse un amasijo de huesos fatigados. Y la túnica cárdena que la envolvía dejaba asomar de vez en cuando unas piernas arrugadas como el pellejo de un asno anciano.
Al verla de aquella guisa, Cleopatra recordó el aspecto que ella misma ofreciera horas antes, en su nave. Y por un instante sintióse estremecer de vergüenza.
La sacerdotisa que la acompañaba había advertido a las demás, y, al notar la presencia real, recuperaron la seriedad; todas compusieron rápidamente su aspecto, y se le acercaron ceremoniosamente, olvidándose de Dictias.