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Porque en el aspecto de Totmés revivía por entero la tradición mientras el templo revelaba lo más actual de las nuevas tendencias.
Allí, en el corazón del Alto Nilo, la familia de Cleopatra quiso perpetuar unos mitos que en su condición de extranjeros no les pertenecían. Pero la misma voluntad de perpetuarlos, de hacerlos vivos, implicaba la necesidad de reconocer que existía en Egipto una voz más profunda aún que todas sus innovaciones. Una voz que seguía resonando en los templos más antiguos, en las canciones de los campesinos, en los barrios populares de Tebas. Era una voz que no había conseguido acallar la elegante influencia de los griegos, dictadores de la moda y la cultura en Alejandría.
Aquella noche, la voz del pasado parecía surgir de labios de Totmés. Pero convertida en un gemido más doloroso aún que el luto de amor de Cleopatra.
Epistemo le alcanzó cuando se encontraba acariciando unos relieves que representaban a la diosa del amor consagrando a su divino hijo. Eran de ejecución reciente, y aun cuando seguían los dictados de la tradición, su estilo delataba la influencia extranjera. De modo que Totmés cambió su caricia por un puñetazo lleno de furia.
-¿Qué será de mi pueblo cuando incluso las plegarias a los dioses están mal escritas?
Y leyó en voz alta las inscripciones del muro. Pero no con la piadosa actitud de una invocación, sino más bien con la severidad del maestro que en cada palabra del discípulo descubre un atentado a las normas. Y Epistemo le admiró, porque muy pocos hombres en Egipto estaban capacitados para comprender los antiguos jeroglíficos. .
-Esta ciencia que me han enseñado se convierte en una ciencia de la muerte -murmuró el sacerdote-. Sólo me sirve para comprobar que ya no tiene cabida en el mundo.
Subieron a la terraza del templo. Y como sea que Totmés continuaba con su tristeza, Epistemo dejó sonar de nuevo sus monedas fenicias, anunciando que estaba dispuesto a volver a la frivolidad.
-Dulce Totmés, tus meditaciones evocan tanta ruina que me haces sentir en el final de los tiempos...
-¿Y no lo es el tiempo que nos ha tocado vivir? -musitó el mancebo, absorto en la contemplación de las dunas-. Me han educado para amar a un Egipto poblado de sombras prestigiosas. Y cada vez que abandono mi retiro y observo a mi alrededor, me siento más defraudado, porque las sombras ya ni siquiera se atreven a salir del fondo de los templos.
Epistemo esbozó una melancólica sonrisa que quedó fija en sus labios, como un fugaz mensajero del ayer.
Continuaron paseando, en riguroso silencio. De pronto, Totmés cambió de actitud.