Diez negritos (Agatha Christie) Libros Clásicos

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Nunca venían al pueblo. Todos los encargos eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre claras y precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine.
Fríamente los catalogaba en su interior.
Una solterona, con su agrio carácter... El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente trabajaría en el cine.
En resumen, no veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el del coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debía costar mucho dinero. Parecía un niño rico. ¡Si los demás se le asemejaran sólo un poco!
Reflexionando, todo esto le parecía extraño, muy extraño.
La canoa dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente del resto; descendía en suave pendiente hacia el mar.
La vivienda era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y recibía la luz a torrentes.
Una vivienda espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar.
Philip Lombard observó secamente:
-Debe de ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.
-Cuando sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la isla están cortadas durante una semana o más aún.
Vera Claythorne pensó:
«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el inconveniente de una isla, cualquier disgusto con los criados se convierte en verdadero problema.»
Un lado de la canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard ayudaron a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla empotrada en la piedra y después dirigió al grupo hacia una escalera tallada en las rocas.
El general MacArthur exclamó:
-¡Esto es espléndido!
Sin embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto.

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