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Y, sin embargo, inspiraba a los reunidos un temor inexplicable.
Se desearon las buenas noches y entraron en sus respectivos dormitorios. Casi inconscientemente todos echaron la llave a su puerta.
En su alegre habitación, pintadas las paredes de un color azul, el juez se desnudaba dispuesto a meterse en la cama.
Pensaba en Edward Seton. La imagen del condenado se le aparecía con toda claridad. Veía sus cabellos rubios y sus ojos azules que miraban a la cara con cordial franqueza. Esto fue lo que impresionó al jurado.
Al fiscal Llewelin le faltó tacto, y en su informe tan pomposo quiso probarlo todo.
En cuanto a Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien. Su interrogatorio conciso y bien llevado había sido favorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la partida.
El juez dio cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesilla de noche.
Se acordaba como si fuese ayer de esta sesión del tribunal, escuchaba, tomaba notas y hacía resaltar el menor testimonio contra el acusado.
Este proceso fue para él una victoria profesional. El abogado defensor estuvo admirable, tanto que el fiscal que informó después no pudo borrar la buena impresión que había causado la defensa. Fue él, al hacer el resumen de los testimonios y los debates, antes de la deliberación del jurado, quien lo consiguió.
Con gesto meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadura postiza y la puso en un vaso de agua. Sus labios arrugados se cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.
Bajando los párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo había conseguido arreglarle las cuentas a Seton!
Gruñendo contra su reumatismo se metió en la cama y apagó la luz.
En el comedor, Rogers estaba perplejo. Contemplaba las figurillas de porcelana, puestas sobre la mesa. Se decía: «¡Esto es extraordinario! Hubiera jurado que había diez.»
El general MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño no venía.
En la oscuridad veía la figura de Arthur. Había sentido por Arthur una verdadera amistad y cariño. Estaba siempre contento por la simpatía que le testimoniaba Leslie.
¡Ella era tan caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habían enamorado de ella, a los que trataba de «brutos», su palabra favorita!
Sin embargo, Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto», desde el principio se entendieron. Discutían de teatro, música y pintura, ella se divertía burlándose de él hasta que se enfadaba.