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¿Pudo él, por algún medio, hacerse con la trinitrina de John Wilson?
Entonces se me ocurrió otra pequeña idea. ¡Ah! ¡Se sonríe usted de mis pequeñas ideas! ¿Por qué Wilson se había quedado sin trinitrina? Seguramente trajo consigo de Inglaterra una adecuada cantidad. Una vez más visité la casa de la Avenue Louise. Wilson se hallaba ausente, pero hablé con Félicie, la chica encargada de hacerle la habitación. Le pregunté de improviso si era cierto que el señor Wilson se le había extraviado en los últimos días un frasco en su lavabo. La chica contestó con vehemencia. Era totalmente cierto. Incluso le echaron la culpa a ella. Por lo visto, el caballero inglés creía que ella lo había roto y no quería confesarlo, pero la verdad era que ni siquiera lo tocó. Sin duda la culpable era Jeannette... siempre metiendo las narices donde no le llamaban...
Tras conseguir que callara me despedí. Sabía todo cuanto quería conocer. Me tocaba a mí patentizar la evidencia de] caso. Tenía la corazonada de que no resultaría fácil. Yo podía estar seguro de que Saint Alard había hecho desaparecer el frasco de trinitrina del lavabo de John Wilson, pero para convencer a los demás necesitaría aportar pruebas. ¡Y no tenía ninguna!
¡No importa! Sabía..., eso era lo importante. ¿Recuerda nuestros problemas en el caso Styles, Hastings? También en aquel caso sabía... pero me llevó mucho tiempo encontrar el último eslabón que completara mi cadena de pruebas contra el asesino.
Solicité una entrevista con la señorita Mesnard. Acudió en seguida. Le pedí la dirección del señor de Saint Alard.
Una mirada de inquietud ensombreció el rostro de la joven.
-¿Para qué la quiere, monsieur?
-Mademoiselle, me es necesaria.
Parecía vacilante... turbada.
-No puede decirle nada. Es un hombre cuyos pensamientos no son de este mundo. Apenas se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor.
-Posiblemente, mademoiselle. No obstante, era un viejo amigo del señor Déroulard. Quizá pueda informarme de algunas cosas... cosas del pasado... acerca de viejos rencores... de antiguas intrigas amorosas.
La muchacha se ruborizó y se mordió el labio.
-Como quiera... pero... pero... Ahora tengo el convencimiento de que estaba equivocada. Fue muy amable por su parte acceder a mi petición, pero entonces estaba trastornada... casi enloquecida. Ahora me doy cuenta de que no existe ningún misterio que esclarecer. Déjelo, se lo ruego, monsieur.
La miré fijamente.
-Mademoiselle -dije-, a veces a un perro le resulta difícil encontrar un rastro, pero cuando lo ha encontrado, ¡nada en este mundo se lo hará dejar! Es decir, ¡si es un buen perro! Y yo, mademoiselle, yo, Hércules Poirot, lo soy.