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-Adam, vente conmigo. -Ahora mismo.
-Sería una locura perder una propiedad tan valiosa, a la que tú y yo podemos dar tan buen uso, sólo por un capricho - contesté.
- Es algo más que un capricho. Ten cuidado, Adam.
En este tono nos separamos. Rhoda prometió volver cuando estuviera más entrado el verano y me obligó a prometerle que le escribiría puntualmente.
III
Lo sucedido en aquella segunda noche que pasaba en la casa removió mis recuerdos y volví a sentir de nuevo
la lúgubre melancolía que durante mi infancia había emanado del lugar, pero especialmente de la terrible presencia de mi tío abuelo Uriah y del cerrado desván donde nadie se atrevía a entrar pese a la frecuencia con que lo hacía el dueño de la casa. Debe ser normal que al fin decidiera recoger el desafío que para mí suponía la existencia de ese desván.
La lluvia del día anterior había dado paso a un sol intenso que- se derramaba, desde las ventanas apropiadas, por toda la casa, dándole un aire gallardo y gentil que nada tenía de siniestro. Era uno de esos días en que todo lo sombrío y ominoso parece lejano. No vacilé en encender una lámpara que dispersara las tinieblas del desván -que no tenía ventanas- y me lancé hacia las alturas de la casa provisto de todas las llaves que me habla facilitado Mr. Saltonstall.
No hizo falta ninguna. La puerta estaba abierta.
Y el desván vacío, pensé al entrar. Pero no lo estaba del todo. En el centro de aquel tabuco abuhardillado había una sola silla y, encima de ella, varias prendas vulgares y otra que no lo era tanto: diversas ropas de mujer y una máscara de goma de ésas que se ajustan a las facciones de quienes la llevan puesta. Avancé hasta la silla, asombrado, y dejé la lámpara en el suelo pata mejor examinar lo que había encima.
Lo que había era lo que había visto en el primer vistazo: un vestido corriente de algodón estampado con un dibujo anticuadísimo de cuadritos en distintos tonos de gris, un delantal, un par de guantes de goma de los que se pegan a la piel, medias elásticas, zapatillas de andar por casa y la rnáscara. Esta última, luego de examinada, resultó ser bastante común, a excepción de que iba provista de cabellos. Los vestidos bien podrían haber pertenecido a la mujer de la limpieza de mi tío abuelo Uriah.