Cinco Semanas en Globo (Julio Verne) Libros Clásicos

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¡Raro y
honrado Joe! ¡Un criado que dispone la comida de su señor y tiene su mismo paladar; que
arregla su maleta y no olvida ni las medias ni las camisas; que posee sus llaves y sus
secretos, y ni sisa ni murmura?
¡Pero qué hombre era también el doctor para el digno Joe! ¡Con qué respeto y confianza
acogía éste sus decisiones! Cuando Fergusson había hablado, preciso era para responderle
haber perdido el juicio. Todo lo que pensaba era justo; todo lo que decía, sensato; todo lo
que mandaba, practicable; todo lo que emprendía, posible; todo lo que concluía,
admirable. Aunque hubiesen hecho a Joe pedazos, lo que sin duda habría repugnado a
cualquiera, no le habrían hecho modificar en lo más mínimo el concepto que le merecía
su amo.
Así es que cuando el doctor concibió el proyecto de atravesar África por el aire, para
Joe la empresa fue cosa hecha. No había obstáculos posibles. Desde el momento en que
Fergusson había resuelto partir, podía decirse que ya había llegado..., acompañado de su
fiel servidor, porque el buen muchacho, aunque nadie le había dicho una palabra, sabía
que formaría parte del pasaje.
Por otra parte, prestaría grandes servicios gracias a su inteligencia y su maravillosa
agilidad. Si hubiese sido preciso nombrar un profesor de gimnasia para los monos del
Zoological Garden, muy espabilados por cierto, sin lugar a dudas Joe habría obtenido la
plaza. Saltar, encaramarse, volar y ejecutar mil suertes imposibles eran para él cosa de
juego.
Si Fergusson era la cabeza y Kennedy el brazo, Joe sería la mano. Ya había
acompañado a su señor en varios viajes, y a su manera poseía cierto barniz de la ciencia
apropiada; pero se distinguía principalmente por una filosofía apacible, un optimismo
encantador; todo le parecía fácil, lógico, natural, y, por consiguiente, desconocía la
necesidad de gruñir o de quejarse.
Poseía, entre otras cualidades, una capacidad visual asombrosa. Compartía con
Moestlín, el profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos los satélites de
Júpiter y de contar en el grupo de las Pléyades catorce estrellas, las últimas de las cuales
son de novena magnitud. Pero no se envanecia por eso; todo lo contrario, saludaba de
muy lejos y, llegado el caso sabía sacar partido de sus ojos.

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