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armas ocuparon en la barquilla el puesto que tenían asignado; la aguada se hizo en
Zanzíbar. Las doscientas libras de lastre se distribuyeron entre cincuenta sacos colocados
en el fondo de la barquilla, pero al alcance de la mano.
Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos preparativos. Unos centinelas montaban
guardia alrededor de la isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el canal.
Los negros seguían manifestando su cólera con gritos, muecas y contorsiones. Los
hechiceros recorrían los grupos irritados y acababan de exasperar los ánimos; algunos
fanáticos trataron,de ganar la isla a nado, pero se les rechazó fácilmente.
Entonces empezaron los sortilegios y los encantamientos; los hacedores de lluvia, que
pretendían tener poder sobre las nubes, llamaron en su auxilio a los huracanes y a las
«lluvias de piedra»; cogieron hojas de todas las especies de árboles del país y las
cocieron a fuego lento, mientras mataban un cordero clavándole una larga aguja en el
corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el cielo permaneció sereno y puro.
Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías embriagándose con tembo,
aguardiente que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada
togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable, pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta
muy entrada la noche.
Hacia las seis, una última comida reunió a los viajeros alrededor de la mesa del
comandante y de sus oficiales. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna, mur-
muraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada fija en el doctor Fergusson.
La comida fue triste. La aproximación del momento supremo inspiraba a todos penosas
reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a aquellos audaces viajeros? ¿Volverían a hallarse
entre sus amigos, a sentarse junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios
de transporte, ¿que seria de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas comarcas
inexploradas, en medio de desiertos inmensos?
Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se inclinaban poco, en aquel
momento asaltaban las imaginaciones sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e
impasible como siempre, habló de varias cosas para disipar aquella tristeza comunicativa,
pero sus esfuerzos fueron vanos.
Como se temía alguna demostración contra la persona del doctor y de sus compañeros,
los tres se quedaron a dormir a bordo del Resolute.