Cinco Semanas en Globo (Julio Verne) Libros Clásicos

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En marcha.
Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se desenganchó, y, por medio de la
escala, el hábil gimnasta volvió a subir a la barquilla. El doctor dilató considerablemente
el gas y el Victoria remontó el vuelo, impelido por un viento bastante fuerte.
Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella niebla pestilente. El país cambiaba
de aspecto. En Africa ocurre con frecuencia que una región mefítica y de poca extensión
confina comarcas absolutamente salubres.
Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su vigorosa naturaleza.
-Sería mala cosa caer enfermo -dijo, envolviéndose en su manta y echándose bajo la
tienda.
-Un poco de paciencia, mi querido Dick -respondló el doctor Fergusson-, y pronto
recobrarás completamente la salud.
-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes alguna droga para curarme,
adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos cerrados.
-Tengo un medicamento mejor que todas las drogas, amigo Dick, y naturalmente, voy a
darte un febrífugo que no costará nada.
-¿Y cómo lo harás?
-Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos envuelven y me alejaré de esta
atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para dilatar el hidrógeno.
No habían transcurrido los diez minutos cuando los viajeros estaban ya fuera de la zona
húmeda.
-Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del aire puro y del sol.
-¡Vaya un remedio! -dijo Joe-. ¡Es maravilloso!
-¡No! ¡Es totalmente natural!
-Eso no lo pongo en duda.
-Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los días en Europa, y del mismo modo
que en la Martinica le enviaría a los Pitons para librarle de la fiebre amarilla
-La verdad es que este globo es un paraíso -dijo Kennedy, ya más aliviado.
-O por lo menos conduce a él -respondió Joe cor gravedad.
Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes aglomeradas en aquel momento
debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un resplandor
magnífico reflejando los rayos del sol. El Victoria llegó a una altura de 4.000 pies. El
termómetro indicaba algún descenso en la temperatura. No se veía ya la tierra. A unas
cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su cabeza centelleante. Formaba el
límite del país de Ugogo, a 360 20´ de longitud. El viento soplaba a una velocidad de

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