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cual me arrastré, no sin trabajo, hasta llegar a la toldilla de proa que estaba desierta, si de
tal puede calificarse un lugar en que sólo se hallaba el doctor Pitferge. Aquel buen
hombre, sólidamente aferrado, encorvaba su espalda, presentándola al viento, rodeando
con su pierna derecha uno de los montantes del pasamanos. Me hizo seña de que me
acercara -por supuesto, la hizo con la cabeza, pues tenía ocupadas las manos en agarrarse
al pasamanos para resistir los esfuerzos de la tempestad-. Después de algunos
movimientos de rotación, enroscándome como un anélido, llegué junto al doctor, y me
aseguré como él.
-¡Vamos! -me dijo-. ¿Esto continúa lo mismo, eh? ¡Pícaro Great-Eastern!
¡Precisamente en el momento de llegar, una tromba, una verdadera tromba, hecha de
encargo para él!
El doctor sólo pronunciaba frases entrecortadas. El viento se comía la mitad de sus
palabras. Pero yo le había entendido. La palabra tromba lleva consigo su definición.
Todos sabemos lo que son esas tempestades giratorias, llamadas huracanes en el
Océano Indico y en el Atlántico, formados en la costa de Africa y tifones en los mares de
China, tempestades que con su fuerza irresistible ponen en peligro los buques más
grandes.
El Great-Eastern estaba cogido en una de estas trombas. ¿Cómo le haría frente?
-¡Lo va a pasar mal! -repetía Pitferge-. ¡Mirad, mete las narices en la plumal
Aquella metáfora marítima convenía perfectamente a la situación del buque.
Desaparecía su estrave bajo las montañas de agua que por babor y de proa le atacaban.
No se vela a lo lejos. ¡Todos los síntomas de una tempestad! Esta se declaró a las siete.
La mar se hizo monstruosa. Las pequenas ondulaciones intermedias que marcan el
desnivel de las grandes olas, desaparecieron, aplastadas por el viento. El Océano se
hinchaba; la cima de sus anchas olas se estrellaba con indescriptible furia. Las nubes
crecían en altura, a cada momento, y el Great-Eastern, que las recibía al sesgo, bailaba
espantosamente.
-Una de dos -dijo el doctor, con aplomo de marino-, o capear a medio vapor, recibiendo
de frente las olas, o huir de esta mar endemoniada. No hay otro remedio. Pero el capitán
Anderson no hará ni una ni otra de estas dos maniobras.
-¿Por qué? -pregunté.
-¡Por qué!... ¡Porque ha de suceder algo!